Lo que queda del ‘espíritu del 45’
Se extiende la idea de que la pobreza no está provocada por una injusticia social, sino que es el resultado de un fracaso personal
Un estudio de la Joseph Rowntree Foundation de Londres ha observado que los votantes laboristas están cada vez más convencidos de que Estado de bienestar, al conceder subsidios a los más desfavorecidos, fomenta la dependencia y el abuso, y que la pobreza es fruto del fracaso personal más que de condiciones sociales adversas. El estudio analiza las actitudes de los ciudadanos ante la pobreza. Antes, en periodos de recesión, los que caían en la pobreza eran vistos por los laboristas como víctimas, con compasión y simpatía. Ya no es así.
Incluso después de muerta, la impronta neoliberal de Margaret Tatcher sigue ahí, en un discurso cuyas semillas han germinado en mutaciones culturales como esta. Lo que muestra este estudio poco tiene que ver con la actitud de aquella generación de jóvenes laboristas que, como muestra el documental de Ken Loach El espíritu del 45, al volver de la Segunda Guerra Mundial decidieron tomar el destino del país en sus manos para crear un Estado social que protegiera a los más desvalidos frente a las adversidades de la vida. No habían ganado una guerra con tanto sacrificio y tantos muertos para volver a la miseria, la injusticia y la desigualdad del periodo de entreguerras.
Nacionalizaron las minas y el transporte, consolidaron y extendieron el sistema educativo y crearon ese inmenso monumento al progreso social que fue el National Health Service. Tras sufrir las reformas liberalizadoras de Thatcher y el posterior reciclaje ideológico de la Tercera Vía de Anthony Guiddens y Toni Blair, de aquel espíritu del 45 queda ya tan poco como del primigenio NHS en el actual sistema sanitario, en el que se ha llegado a discutir la propuesta de obligar a los enfermos a suscribir un contrato, y si no cumplen la pauta médica, retirarles el tratamiento.
El estudio muestra hasta qué punto han penetrado la idea de que son las características personales de los individuos y su actitud, más que las estructuras sociales, las causas de la pobreza. Esta ha sido una premisa inmutable del pensamiento conservador. Lo que ha cambiado en los últimos años es que estos postulados han penetrado en el cuerpo social de votantes laboristas. Y eso los está convirtiendo en hegemónicos, para desgracia de los excluidos, que son vistos cada vez más como parásitos sociales. Según el estudio, solo el 27% de los votantes de partidos de izquierda citó la injusticia social como causa de la pobreza, frene al 41% de 1986. En este tiempo, el porcenteje de quienes culpan exclusivamente a la persona de su pobreza ha pasado, entre los votantes laboristas, del 13% al 22%. Es un cambio cultural importante y revela la preeminencia de un marco conceptual que puede ser utilizado para justificar recortes en las prestaciones sociales.
Hace ya tiempo que estamos asistiendo a un intento de cambiar el discurso sobre la pobreza y la exclusión en toda Europa, incluida España. En paralelo a la profusión de estudios que proclaman la insostenibilidad del Estado de bienestar, con frecuencia se presenta a los perceptores de prestaciones sociales como sospechosos de vivir a costa de los demás. Y no solo por parte más extrema de la derecha. Lo hacen también algunas fuerzas del Main Stream y con argumentos que parecen razonables y hasta justos. Por ejemplo, cuando se magnifica el fraude o se dice que hay gente que prefiere cobrar el subsidio a trabajar. Como si los más pobres, que suelen ser los menos cualificados, pudieran encontrar fácilmente un trabajo.
Desde luego si hay fraude se ha de perseguir, pero resulta sospechoso que se haga tanto énfasis en el pequeño fraude del parado o del pobre y tan poco en el gran fraude del evasor fiscal.
Contribuye a la expansión de estos estereotipos la propia invisibilidad de la pobreza. Está ahí, pero puede pasar inadvertida porque ya no se presenta con la imagen de unos niños enfangados en la miseria de un barrio de barracas. No, los síntomas de la probreza son hoy menos aparatosos. En el caso de los niños, puede ser incluso la obesidad. Pero hay muchísima más pobreza de la que se ve bajo los cartones en algunos cajeros automáticos o en el deambular cansino de esos extranjeros que arrastran carritos de la compra llenos de deshechos. Hay una pobreza invisible salvo para los más allegados, una pobreza apática e invalidante, que paraliza en el sofá o en la cama por falta de esperanza.
Y hay también una pobreza que se esconde. Como aquella viejecita que una madrugada rebuscaba en el contenedor de un restaurante. Disimulando, digna y diminuta debajo de un abrigo antiguo y demasiado grande para su enjuta humanidad, estuvo removiendo un rato hasta que por fin cogió algo, lo observó, lo olió disimuladamente y acabó llevándoselo al bolsillo. Ni siquiera me dio tiempo a preguntarle si podía ayudarla. Antes de que abriera la boca, ya me estaba explicando, de forma atropellada, que en realidad no era para ella, que gracias a Dios no le faltaba para comer, pero que tenía un conocido que lo necesitaba y se lo iba a llevar, que era una vergüenza ver cómo los restaurantes tiran comida en buen estado, cuando hay tanta gente que lo pasa mal. Podía haberme dicho que se llevaba comida para su perro, pero no. Su lógica no lo admitía. Probablemente esa mujer nunca debió imaginar que podría acabar sus días removiendo los contenedores. Por eso su dignidad le impedía reconocerlo. No podía aceptar la degradación de verse reconocida como pobre de solemnidad.
He ahí a una defraudadora.
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