Trío de genios en el convento
Cervantes, Lope y Calderón vivieron intensos episodios personales en torno a las Trinitarias
Ningún paseante de cuantos cruzan hoy la concurrida calle de las Huertas puede imaginar cuánta historia sentimental, literaria y sacra esconden los muros mamposteros del convento que se alza allí incólume desde el año de gracia de 1612. Este edificio, que forma parte de una manzana de ladrillo tostado y aparejado al modo toledano, es el monasterio de las Trinitarias Descalzas de San Ildefonso, orden religiosa dedicada al rescate y redención de cautivos.
Allí quedó incorporada entonces una comunidad femenina fundada por Francisca Romero, hija de un aguerrido capitán de Tercios. Otro bravo soldado, Miguel de Cervantes, de valor probado contra el turco en la batalla de Lepanto, preso luego de los otomanos en Argel y allí rescatado por frailes de la misma orden trinitaria, quedó vinculado en vida y sepultura al convento. Lo frecuentó Cervantes durante cuatro intensos años de visita diaria a sus religiosas y, también, desde el día posterior a su muerte, en abril de 1616, tras ser sepultado intramuros en un lugar hoy perdido.
Una investigación, encomendada en 1870 por la Real Academia Española a su director, Manuel Roca de Togores, marqués de Molins, puso de manifiesto que los restos reposaban en el convento. También su esposa, la dulce Catalina de Salazar, fallecida 10 años después, sería inhumada en el área dedicada a los enterramientos de seglares. ¿Qué ató tanto a Cervantes a este monasterio? Molins descubrió en numerosos archivos civiles y religiosos que en el convento trinitario profesaron como religiosas dos personas estrechamente vinculadas al Príncipe de las Letras españolas: Isabel de Saavedra, hija natural, que cambió su nombre por el de sor Antonia de San José y, muy probablemente también, la madre portuguesa de Isabel quien, como ella, añadiría a su nombre religioso, en su caso sor Mariana, el adjetivo de San José.
El marqués, en un informe de 147 páginas más un apéndice de 80 folios, coteja sus pesquisas, casi detectivescas, con diversas probanzas rendidas a la Academia. Analiza una por una las vidas de las 41 religiosas enclaustradas entonces, recorre el edificio y sitúa la localización de los enterramientos. “De donde está hoy la cocina y el refectorio (comedor), se han sacado en tiempo huesos y despojos humanos, que las pobres monjas han enterrado de nuevo con acompañamiento de piadosas oraciones”. Más adelante, descarta Molins con pruebas documentales la eventualidad de que los restos del genial escritor alcalaíno fueran trasladados a otro convento trinitario situado en la calle del Humilladero, hipótesis barajada por el biógrafo Fernández Navarrete. Tan solo las religiosas permanecieron un año y medio, cuatro años después de morir Cervantes, en aquel caserón contiguo a la plaza de la Cebada, tan lóbrego como inhóspito: incluso el cadáver de una monja fallecida en el convento del Humilladero fue trasladada al monasterio de la calle de las Huertas, dado el desafecto que aquel otro convento en sus hermanas despertaba, escribió Molins en su informe.
Señala asimismo Roca de Togores que todos los domicilios de Cervantes en Madrid en aquella época lo fueron en las inmediaciones del convento de la calle de Cantarranas, que se hallaba asimismo en el contorno de la imprenta que estampó en papel su grandiosa novela, en la calle de Atocha, y también del principal mentidero de comediantes, donde se contrataban obras y elencos, situado en la calle del León. Tres importantes religiosas eran alcalaínas, como el propio Cervantes; y la financiación de la comunidad religiosa donde profesara su hija y la madre de esta se hallaba vinculada por fuertes nexos al conde de Lemos, mecenas personal del escritor, al que dedicó su novela inmortal El ingenioso hidalgo Don Quijote de la Mancha.
El informe del marqués de Molins es un auténtico vivero documental en el que prueba, con creces, no solo que sor Marcela de san Félix —poetisa de nombradía e hija natural de Félix Lope de Vega y Carpio, el denominado Fénix de los Ingenios por su prodigiosa energía poética— profesara como religiosa pared con pared de celda de Isabel de Saavedra, hija de Cervantes, sino también que Pedro Calderón de la Barca protagonizó un episodio en el mismo interior del convento trinitario.
El caso fue que, José Calderón, hermano de quien llegaría a ser dramaturgo universal, en las inmediaciones del monasterio, fue gravemente estoqueado por un actor, Pedro de Villegas, que, en su fuga, fue a cobijarse “en sagrado” al interior del cenobio trinitario. Una gran turba que con gran alboroto y pulsiones vengadoras, igualmente pendencieras, perseguía al malhechor —turba en la que un Pedro Calderón de la Barca, “facedor de dramas”, hermano del herido, se hallaba— se adentró abruptamente a la clausura monacal en pos de aquel espadachín, profanando así el recinto religioso según los cánones entonces vigentes.
El escándalo fue mayúsculo en el beato Madrid de la época, pues creó un conflicto de competencias entre la justicia civil y los fueros religiosos. Empero, José Calderón curó de sus heridas y su agresor, el actor Villegas, semanas después del incidente, volvió a las tablas como si nada hubiera sucedido.
De esta guisa, las vidas, amoríos y parentescos de los tres principales exponentes de la novela, la poesía y la dramaturgia del impar Siglo de Oro de la literatura española, cruzaron sus destinos caprichosamente, como el azar acostumbra, tras los muros del convento madrileño de la Orden Trinitaria donde, en las próximas semanas, se emprenderá la búsqueda de los restos de Cervantes.
Las vicisitudes políticas de la fecha en que el informe del marqués de Molins fuera redactado —corría el tumultuoso año de 1870, en pleno vigor la estela de la revolución llamada Gloriosa—, dejaron arrumbada la iniciativa académica de dar con el paradero de los restos cervantinos.
Tal vez ahora, aquel viejo sueño pueda verse realizado. Quizá la técnica exploratoria subterránea descubra nuevas sorpresas.
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