Para ordenar el desmadre
En este capítulo resulta llamativa, por lo mucho que se ha demorado, la plausible ordenación de las llamadas terrazas
El uso de las calles y plazas de la ciudad es uno de los ámbitos de su jurisdicción que se le ha ido de las manos al Ayuntamiento de Valencia. No diremos que cada quien hace lo que le viene en gana, pero poco menos, lo que se traduce en incomodidades para la mayoría de ciudadanos, abusos por doquier y creciente desdoro de un municipio que se quiere de interés turístico y hasta se ha tenido por señero cuando abundaba el dinero para celebrar eventos y e hitos urbanísticos que hoy están cancelados o deslucidos por la ruina económica que nos machaca.
En este contexto, y a fin de que el mencionado desorden no acentúe más la decadencia urbana, la Junta de Gobierno del Ayuntamiento ha aprobado un borrador de ordenanza que regulará el aprovechamiento de la vía pública. De lo divulgado se desprende la minuciosidad —y esperemos que el rigor— con que se regirán las actividades que hoy están dejadas a su aire. En este capítulo resulta llamativa, por lo mucho que se ha demorado, la plausible ordenación de las llamadas terrazas que con sus veladores, sillas, sombrillas, climatizadores, macetas y a menudo cerramientos acristalados colonizan aceras, jardines, plazas y calzadas sin la menor consideración para con el viandante y vecindario. Resulta obvio que dado nuestro clima y la costumbre, por no mencionar la presión del tabaquismo, la ocupación de la calle sea una práctica connatural y amable. Lo que se veta y sanciona es el exceso.
Hay en la ordenanza otros apartados llamativos, como el rastro de cera que dejan las procesiones y que en adelante deberá impedirse, con lo que, si bien se contribuirá a la limpieza, se mermará la clientela de los traumatólogos, pues se producirán menos resbalones y trastazos por muy pía que sea su causa. Y cabe mencionar por su novedad la reglamentación de las actuaciones artísticas callejeras, que en casos de concurrencia excesiva se otorgarán permisos limitados atendiendo a los méritos que se acrediten. Será cosa de ver a algún mimo, músico o malabarista aduciendo sus títulos en el conservatorio o méritos circenses para rebañar unas perras.
Sin que sirva de precedente, hacemos votos por el triunfo de esta iniciativa de la alcaldesa Rita Barberá, quizá una de las últimas aportaciones en su crepuscular poderío. Sin embargo, no olvidamos que una ordenanza, por meditada y oportuna que sea, solo es un repertorio de propósitos que habremos de calificar por su eficacia. En este sentido, el Ayuntamiento de Valencia arrostra dos fracasos descomunales, cuales son la contaminación acústica, vulgo ruido, y el botellón, dos problemas gravemente lesivos para la convivencia ante los que el equipo de gobierno se ha manifestado impotente por falta de recursos materiales —así lo acaba de admitir— tanto como de voluntad política. Sus prioridades han sido otras.
En su descargo nos parece justo anotar que meter mano a estos problemas exige también fajarse con la principal causa que los provoca, y esa no es otra que el incivismo, mala educación y meninfotisme que, según oímos pontificar a un ilustrado, se deben a nuestra indiosincràsia, un gen al parecer resistente a todo cambio y mejora. Una fatalidad que nos abocaría a la sufrida resignación o a la huida.
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