Seguridad privada, inseguridades públicas
Hace unas semanas se anunciaba en el Congreso la aprobación del nuevo proyecto de ley de seguridad privada, que pretende superar las “lagunas y carencias” de aquella y “permitir seguir evolucionando” al sector de la seguridad privada. Ayer mismo el PP presentó unas enmiendas a su propia ley que anulan algunos de sus artículos más controvertidos, como la posibilidad de que los vigilantes de seguridad privada patrullen por espacios públicos, pero el resto del texto sigue mereciendo un debate profundo sobre las prioridades públicas y la eficiencia en la administración de recursos.
El Gobierno deja claro hasta en la exposición de motivos que uno de los objetivos de este cambio legislativo tiene que ver con la creación de nuevos ámbitos de mercado para la industria de la seguridad privada. Esto no es malo en sí mismo: España tiene objetivamente un problema de absorción de la mano de obra de baja cualificación que dejó atrás la burbuja inmobiliaria, y la seguridad perimetral de edificios o el control de accesos puede ser un espacio en el que recolocar a una parte de estas personas.
No obstante, una parte importante de la ley se apoya en dos premisas que son, como mínimo, matizables: por una parte, que el hecho de que en España haya menos vigilantes de seguridad por habitante que en Europa demuestra que se debe crear el espacio para aumentar esas cifras, y que por lo tanto es pertinente la intervención del Estado para alentar esa progresión; por otra, que la externalización de la seguridad se traduce de forma inmediata en ahorro para las arcas públicas.
¿A qué estrategia de ahorro responde aumentar el porcentaje de vigilantes privados si no hay déficit de agentes de seguridad?
El primer argumento ignora que aunque es cierto que en España hay menos vigilantes privados que en el resto de Europa, tenemos muchos más agentes públicos. Así, al sumar agentes públicos y privados, el resultado es de 1 agente de seguridad por cada 114 habitantes, muy por encima de la relación 1/390 de Italia o 1/246 de Suecia. ¿Tenemos pues en España un problema de falta de agentes? Las cifras dicen que no.
El segundo argumento, el de los costes, ignora lo que los sindicatos del sector están gritando en las calles: que para que un vigilante de seguridad privado sea más barato que un agente de las fuerzas de seguridad del Estado es imprescindible saltarse el convenio vigente. En realidad, según denuncia el propio sector, la administración pública ha desatado este año una espiral a la baja, publicando contratos bajo coste y obligando así a las empresas a exprimir a los de siempre: los de abajo.
Al final, el nuevo proyecto de ley parece favorecer justo aquello que quiere combatir: la ineficacia y el endeudamiento de las arcas públicas. Un país que cuenta con más agentes de seguridad, públicos y privados, que sus vecinos, requiere que la inversión se centre en la optimización de los recursos existentes. Generar artificialmente (desde el BOE) una demanda de servicios que pueden cubrirse con personal existente difícilmente puede presentarse como una medida eficiente.
¿A qué estrategia de ahorro responde aumentar el porcentaje de vigilantes de seguridad privada si no hay déficit de agentes? Si faltan agentes privados y sobran agentes públicos, ¿la clave de la optimización y la racionalización no debería residir en la mejor organización de los recursos disponibles? ¿Qué fue, por ejemplo, de la figura del auxiliar de policía, contemplada en la legislación estatal y autonómica y olvidada por los que dicen no tener más remedio que contratar personal mal formado y mal pagado?
Al final, el nuevo proyecto de ley parece favorecer justo aquello que quiere combatir: la ineficacia y el endeudamiento de las arcas públicas
La ruta abierta por el proyecto de ley de seguridad privada, además, esconde dos grandes peligros que deben tenerse en cuenta. Por un lado, la creación de una nueva burbuja vinculada a la seguridad privada, alimentada en parte por fondos públicos. Bill Gates acaba de entrar en el capital de una importante empresa española de seguridad privada, y mientras el sector dice aguantar unas pérdidas de 20% desde el inicio de la crisis, las escuelas de formación de vigilantes privados aumentaron un 16% solo entre 2011 y 2012. Muchos parecen ser los que esperan que el BOE les dé de comer.
El otro riesgo es el de los costes. En EE UU, donde la privatización de la seguridad está más avanzada, los estudios arrojan una conclusión unánime: a mayor privatización, menor ahorro. Es decir, externalizar una función concreta puede reducir costes, pero cuando se externalizan unidades de gestión (cárceles, comisarías, etc.) los costes se disparan y superan, por mucho, los públicos. ¿No podemos aprender de los que erraron antes que nosotros?
Finalmente, cualquier reforma del ámbito de la seguridad en España debería partir de un hecho incontestable: las cifras de delincuencia son en nuestro país mucho más bajas que la media europea, y con la crisis se han reducido aún más. Si no tenemos problemas de inseguridad y sí tenemos problemas de paro y precariedad, ¿por qué hacemos leyes que promueven la precariedad e ignoran las causas no delictivas de la inseguridad? Imagino que los diputados del PP, PNV y CiU, que votaron a favor del proyecto de ley, tendrán alguna respuesta.
Gemma Galdon Clavell es doctora en políticas públicas.
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