Revistas de toros
Los viejos Encantes nuevos de Barcelona, a pesar de su desnaturalización, aún dejan espacio para el hallazgo de lo largamente añorado o deseado
No sólo de PAH vive el hombre. El otro día me fui a los Encantes, donde se amontonan los libros sin casa, viejas bibliotecas desahuciadas por defunción del dueño, o por no poder atender. Los Encantes se han convertido ahora en un centro comercial con sus diferentes niveles y su planta baja a modo de zoco, con rampas igual que líneas ascendentes en un gráfico, y el restaurante como prolongación del consumo. Los centros comerciales están cobrando vida: son inteligentes, tienen estómago y se reproducen. A los Encantes ya no se va a la ventura, se va a comprar como también se va a comprar al centro de Barcelona o a los museos. Les han quitado a los Encantes el polvo, la tierra, el suelo, todo lo que somos, la ocasión, la pobreza... Esa es la palabra. El Ayuntamiento se ha empeñado en ocultar la pobreza en todas sus manifestaciones, en las dolorosas y en las dignas. Lástima que no ponga el mismo empeño en solucionarla. Al Ayuntamiento le da miedo la intemperie, y por eso ha desnaturalizado ese mercadillo, que en esencia no es más que un callejón de almas perdidas, un saco con pulgas donde duermen tesoros. En unos encantes callejeros, en los del Jeu de Balle de Bruselas, es donde Hergé empieza a contar la historia de El secreto del Unicornio; pero, en la Barcelona de hoy, a Tintín le hubieran pedido un ojo de la cara por la maqueta del barco y ni siquiera estaría en el suelo entre mil cacharros, pues no habría cacharros en el suelo sino en mostradores de metacrilato, etiquetados con palabras tahúr como vintageo coleccionismo. Aunque lo más probable es que Hergé hubiese pasado de entrar en los Encantes al ver ese edificio donde los han metido, que es como un monumento bizarro al hipermercado, a la gran superficie; de modo que estaríamos tal como estamos ahora. Igual que el coronel no tuvo quien le escribiera, los Encantes no tienen quien los dibuje.
Les han quitado a los Encantes el polvo, la tierra, el suelo, todo lo que somos, la ocasión, la pobreza...
Y sin embargo ya digo que fui el otro día a los nuevos Encantes viejos. Cuando el alcalde Trias hizo su campaña para las elecciones municipales, se presentó como “El alcalde de las personas”; pero en realidad está siendo el alcalde de las cosas. En Barcelona, las personas hemos quedado relegadas a la condición de mirones. Lo que aquí se impone son las cosas, y nuestra función es mayormente admirarlas. Desde las luces de Navidad de cada año hasta la luminosa plaza que han construido al lado de los Encantes, junto al museo del Diseño. No sé lo que en política se entiende por persona. Uno puede hacerse una idea de lo que esta palabra significaba para Ingmar Bergman, porque al menos él intentaba explicarlo aunque la protagonista de la película no fuera capaz de hablar. Pero es que una persona es eso, un conflicto. Sin embargo, en Barcelona no hay cabida para el conflicto, para la contradicción, para la dialéctica. Es decir, no hay espacio para entenderse. Al Ayuntamiento le importan un pito las personas y los individuos, prefiere la multitud, el mogollón de patinadores. Un alcalde de las personas haría en primer lugar lo que lleva implícito la palabra persona: dar la cara. En griego antiguo, la palabra persona designaba la máscara del actor, el que aparece ante el respetable y se la juega. Sí, desde luego, se trata de una máscara; lo que ocurre es que detrás de las máscaras no hay más que nuevas máscaras. Lo decía muy bien Borges: “Yo, que tantos hombres he sido...”. Pero el mundo se les está poniendo difícil a las naturalezas paradójicas. A Hamlet hoy lo hubieran lapidado. Sólo hay cabida para gente sin contradicciones. Mala gente.
No fui en busca de libros a los Encantes, sabía que ese día no iba a por libros; me llevaba un deseo todavía más profundo. Si existe algo que me guste más que los libros son las revistas. Soñé con ser escritor pensando que escribiría en revistas. La revista es la hoja blanda, la máquina blanda de las mentes dispersas, superficiales, ligeras de cascos. La revista es el periódico de vacaciones. Y por eso nunca pude ser periodista, porque se trata de algo vocacional y yo nací vacacional. Revistero como Alady. En los encantes he encontrado colecciones del Teleprograma encuadernadas en piel. Unamuno le llamaba intrahistoria y nosotros le decimos TP, porque en esas páginas está escrito y fotografiado todo lo que nos pertenece. Legendarios actores del Estudio Uno ahora olvidados porque las leyendas son ciudades sin nombre. Series de televisión de cuando lo importante era la música del principio y la foto del prota (es que la emoción es eso, ése es el lirismo, ahí está la poesía: después de una buena sacudida, ya no hace falta que te cuenten nada, y por eso aquellas series acababan contando siempre lo mismo; las de ahora aspiran a contar, a la narratividad, pero eso es una vulgaridad para prosistas; a Baudelaire le hubiera bastado con oír la música de Hawai 5.0). Las revistas no son pasado ni presente ni futuro. Se han quedado colgadas en la actualidad. La actualidad es la espuma de los días. Otra vez encontré muchos números de los años cuarenta de Ritmo y Melodía, revista de jazz que se hacía en Barcelona (Villarroel, 18). Escritas en plena segunda guerra mundial y llenas de fotos de Glenn Miller en vida, de los Mills Brothers, y de novedades de Barcelona, anuncios de la Orquesta Jaime Planas, de Luis Rovira y su Orquesta... Esta vez me he traído ejemplares de la revista El Ruedo. Tienen fotos alucinantes de toreros tumbados en la cama, tapándose con la sábana y con los ojos muy abiertos. Y muchas otras son de toros en Barcelona, o reportajes del tipo La Virgen de la Mercé, barcelonesa y taurina. Con los toros me pasa como con el nacionalismo, que no me gustan, pero nunca los prohibiría porque creo que entiendo a las dos partes. Malos tiempos para las almas contradictorias. Los que no admiten contradicciones las echan del juego diciéndoles: conmigo o contra mí. ¡Qué chantaje!
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