Cuestiones que dividen
En una sociedad plural querer sofocar una reivindicación política sobre la base de que fracciona a la ciudadanía es grotesco
El gran caricaturista francés Caran d’Ache (seudónimo de Emmanuel Poiré) publicó en el diario Le Figaro el 14 de febrero de 1898, en plena ebullición del affaire Dreyfus, una de sus piezas más célebres. Bajo el título de Una cena en familia, el dibujo presenta dos viñetas dispuestas verticalmente. En la de arriba, un grupo familiar de aspecto burgués se halla sentado a la mesa, a punto de empezar el ágape, y el respetable caballero que la preside advierte: “¡Sobre todo, no hablemos del caso Dreyfus!”. En la viñeta inferior, la cena se ha convertido en una batalla campal, y las piezas de la vajilla en armas arrojadizas; entre sillas derribadas, los parientes se agreden con furia unos a otros. Y el texto al pie concluye, lacónico: “...Hablaron de ello...”.
Me acordé de esa caricatura el otro día, tras oír al ministro del Interior asegurar que el proyecto soberanista “contamina la convivencia” y está creando una “fractura sin precedentes” en la sociedad catalana, hasta el punto de que estas Navidades ha habido familias o grupos de amigos que han optado por no reunirse para evitar discusiones. “Sé de lo que hablo. Acabo de vivir situaciones muy tristes que no había pensado nunca que viviría en Cataluña”, remató Jorge Fernández dando a entender que aludía a experiencias directas y personales.
Supongamos por un instante que el señor ministro tuviese razón: que el riesgo de fractura social a causa de la consulta prevista para noviembre fuese algo más que un espantajo, o una consigna, o un anhelo de los sectores unionistas más brutos, modelo Aznar. ¿Sería ello argumento suficiente para amordazar el debate, para descalificar a los partidarios de la independencia, para imponer como dogma el mantenimiento del statu quo?
Si algo caracteriza a los gobiernos del PP siempre que ha dispuesto de mayoría absoluta es el uso prepotente de ella para adoptar decisiones unilaterales
En la Francia a caballo entre los siglos XIX y XX, el caso Dreyfus sí provocó, durante años, una aguda división social, un clima de guerra civil moral salpicado de peleas callejeras, duelos, atentados, etcétera. Sin embargo, a nadie —excepto a la extrema derecha— se le ha ocurrido nunca sostener que hubiera sido mejor dejar que el inocente capitán Dreyfus se pudriese en la isla del Diablo. Que, para evitar la ruptura de amistades y familias, los dreyfusards debieron callarse, acatar una condena injusta y no perturbar el “interés superior de la nación”. Que Émile Zola jamás debería haber escrito su J’accuse, un artículo que iba a suscitar tanta controversia, tanta agitación y tantos enfrentamientos...
En una sociedad plural y democrática —y se supone que la catalana y la española de 2014 lo son por lo menos tanto como la francesa de 1898—, querer sofocar una reivindicación política impecablemente pacífica y con nutridos apoyos sociales sobre la base de que divide o enfrenta a la ciudadanía resulta grotesco, máxime cuando los síntomas de fractura de la convivencia no se ven por ninguna parte. Si, además, quienes así razonan pertenecen al Partido Popular, entonces su actitud constituye un espectacular alarde de cinismo.
De cinismo, porque si algo caracteriza a los gobiernos del PP siempre que han dispuesto de mayoría absoluta es el uso prepotente de ella para adoptar decisiones unilaterales, con absoluto desprecio del rechazo o la fractura social que estas pudiesen provocar. ¿Recuerda el ministro Fernández la invasión de Iraq en 2003? Debería, pues por entonces ya era secretario de Estado en el Gobierno de Aznar... ¿Recuerda la inmensa —y crispada— manifestación barcelonesa de aquel 15 de febrero? ¿Recuerda las numerosas caceroladas contra la guerra de las semanas posteriores, incluso los injustificables ataques contra locales y miembros del PP catalán?
Y bien, ¿no era aquel ambiente sociopolítico —que se prolongó hasta el 13 de marzo de 2004— infinitamente más tenso y enconado que el actual, inclusive con episódicos brotes de violencia? ¿O acaso el riesgo de división social estaba justificado para que la España de Aznar jugase a gran potencia de la señorita Pepis, y es un horror si lo suscita la demanda de una consulta de autodeterminación en Cataluña?
Hablando de cuestiones que dividen: ¿cree el titular de Interior que el proyecto de nueva ley del aborto preparado por su colega —y compañero en el sector meapilas del Gobierno— Alberto Ruiz-Gallardón, es inclusivo en términos sociales, o más bien divisivo? A juzgar por lo oído hasta hoy, provoca profundas grietas incluso en lo alto del escalafón del Partido Popular. Sin embargo, esto no disuadió al Consejo de Ministros de aprobarlo ni a Rajoy de pretender que su mayoría absoluta lo traslade pronto al BOE.
Ya imagino que el aborto no es tema de discusión en las sobremesas navideñas que frecuenta Jorge Fernández. Pero a él y a algún superior suyo debería hacerles reflexionar el hecho de que incluso en una familia como los Fernández Díaz —o entre los amigos de siempre de Luis del Olmo, según explicaba él mismo aquí el pasado día 22— exista hoy una porción significativa de partidarios de la independencia. Qué capacidad persuasiva la de Artur Mas, ¿no?
Joan B. Culla i Clarà es historiador.
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