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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La realidad desmaquillada

La prensa extranjera cuenta desnudamente los trapicheos entre los intereses privados y los poderes del Estado en España

Jordi Gracia

Las meditaciones más solemnes sobre la crisis consuntiva del Estado de la Transición se quedan muy cortas ante la realidad televisada. El anciano uniformado que lee con dificultades y fragilidad física unos papeles ante un atril, con un leve balanceo del cuerpo y un resoplido de impaciencia consigo mismo, es el rey de España sin maquillaje, sin otro simbolismo que la encarnación de la debilidad de un hombre y de un Estado. Representa lo que es de forma tan pura que resulta casi insoportable su valor de crónica patética de un Estado en descomposición.

La realidad se ha hecho guionista televisiva sin piedad; cada día entrega otro pedazo más del relato de una obsolescencia programada. La Transición no estuvo mal hecha; la Transición estuvo hecha para su tiempo y su tiempo se ha acabado hace ya una larga temporada. Y aunque la crisis económica y social haya sido el alcaloide que ha dejado a la vista su edad biológica, ha sido la victoria por mayoría absoluta de la derecha la que ha desatado sus formas más virulentas de desmontaje de un delicado equilibrio institucional. Los libros de historia serán más ecuánimes que nosotros con esa derecha, catalana y española, porque incluso el peor historiador es más benévolo que la realidad vivida, y aunque haya mucha historiografía que mancha, mancha menos que la suciedad de lo real.

Hoy la mancha se extiende con la sensación de que nadie ve lo que todos vemos, de que nadie dice lo que todos decimos, como si de veras viviésemos ante una pantalla que despliega la realidad en modo autónomo. Y sin embargo lo que sucede es todo lo contrario. La celebración con mayor carga simbólica y política que Cataluña mima es un episodio histórico de hace 300 años, pero su gestión y dirección intelectual no se encarga a historiadores, sino a dos presentadores de televisión. La prensa extranjera califica sin remilgos como “abuso de poder” una ley del aborto inconcebible en otro Estado europeo y la permeabilidad del Estado con el fraude fiscal se pasea por todos los noticiarios y periódicos como si fuese otro símbolo más del sinsentido de Estado, en documentales y reportajes que cuentan desnudamente los trapicheos entre intereses privados y poderes del Estado; los desfases presupuestarios en la obra pública no han sido una rareza, sino una rutina del sistema para estupor de constructoras extranjeras mientras la ley de seguridad ciudadana autoriza un nivel de castigo contra la protesta callejera que retrotrae a tiempos sin cultura democrática ni cintura política con los agraviados (que en democracia pueden quejarse cuanto quieran).

Todo eso es lo que hoy ciñe la corona del Monarca, además de 227 folios de imputación contra la infanta Cristina. La tentación es leer esos fenómenos como parte de una campaña de retroceso a las cavernas políticas españolas y catalanas, cuando a nadie en Cataluña se le hubiese ocurrido poner al frente de la conmemoración de 1714 a personajes sin cualificación suficiente para pensarla con probidad, cuando nadie hubiese soñado con reprimir manifestaciones ante el Congreso (o en el Parlament) con castigos desproporcionados, cuando nadie hubiese escuchado sin un voto armado que la licitación de obras es un fértil negocio privado y abusivo.

Nunca ha sido el Estado patrimonio ideológico de las derechas, excepto como instrumento de represión y control o coto privado de privilegios y desmanes secretos

Yo prefiero leerlo sin incurrir en la paranoia conspirativa, pero sin diagnosticar tampoco una presunta debilidad democrática de la ciudadanía. Me parece que la causa es ideológica, y arranca de la debilidad adquirida por la noción misma de Estado que sirvió para fundar la Transición como valor de la izquierda socialdemócrata contra un Estado ladrón y camorrista. Solo en un nuevo Estado podía confiarse, aunque recelosamente, como instrumento del poder contra el poder. La obsolescencia programada le ha llegado también a esa idea de Estado como estructura fundamental de la continuidad y la renovación. Aquel impulso de confianza en el Estado como conjunto de normas jurídicas y obligaciones éticas y políticas ha caducado o se ha desvanecido en manos de la derecha, y su debilidad atañe tanto a España como a Cataluña: la tolerancia del partido gobernante con el tacticismo del silencio del presidente Rajoy equivale a la fanfarronería con que cita toreramente la Generalitat al Gobierno central.

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Pero no hay demasiado secreto en esa conducta. Nunca ha sido el Estado patrimonio ideológico de las derechas, excepto como instrumento de represión y control o coto privado de privilegios y desmanes secretos. La Transición, en cambio, se hizo desde la confianza y la convicción ideológica en que el Estado es el único instrumento contra el abuso del poder que tienen las clases sin acceso al poder ni al dinero. El precario sentido actual de Estado, estático y real o en transición y en potencia, expresa la profunda desconfianza de la derecha hacia sus funciones de reequilibrio, contrapeso y control de abusos.

Allí y aquí, los menos interesados en restituir un sentido alto del Estado están siendo las derechas a las que el Estado como tal nunca les ha hecho demasiada gracia. Incluso sospecho que en privado, aquí y allí, se burlan sin piedad del pobre anciano.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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