‘Carper’, cariño
Me parece que Carlos Pérez, que nos dejó el día de Navidad, era el cascarrabias artístico de más talento en esta Comunidad que tanto carece de ellos
Me parece que Carlos Pérez, que nos dejó el día de Navidad, era el cascarrabias artístico de más talento en esta Comunidad que tanto carece de ellos. Cuando le conocí en persona, hará un par de años, me pareció un pingüino sin más hielo que el que añadía al whisky, no sin antes mirar a derecha e izquierda por si acaso veía a su mujer o a algún médico conocido de paso, que se lo tenían, por su enfermedad, seriamente prohibido. Fue una comida de júbilo alimentada de carcajadas, porque Carlos, con su voz ya un tanto ronca, despotricaba sin odio ni maldad ni resentimiento contra una miseria cultural que conocía muy bien y que había padecido en sus carnes, y en sus aspiraciones, en más de una ocasión. Su risa era temible, cabe decirlo; una mezcla de explosión interna y de verbalización incontenible cuyo efecto más visible era que le lagrimeaban los ojos hasta empañarle las gafas: nunca he visto algo tan parecido a lo que Bergamín definió como "la risa en los huesos", porque, en efecto, Carlos estremecía los huesos cada vez que se embarcaba en sus carcajadas de miope.
Luego quedamos un montón de veces para vernos otra vez, pero como no parecía factible después de algunos meses, bien porque Carlos entraba y salía de La Fe como si estuviera en su casa, bien porque no coincidían los horarios de nuestras ocupaciones, recurrimos a la artimaña perpetua del teléfono y enseguida a la más apacible del correo electrónico. Por teléfono Carlos era una calamidad de muchos quilates, además de que nuestras llamadas de móvil nos costaban un pastón, ya que Carlos peroraba sin cesar y pasaba de una cosa a otra como si yo estuviera al cabo de la calle de lo que había hecho, de lo que estaba haciendo y de lo que se proponía hacer de inmediato, y todo eso con esa voz de ronquera inabarcable que a veces me llevaba a escucharle como un ronroneo oscuro del gato que se dispone a enroscarse para pasar la noche mientras anticipa el maullido del descanso con los amigos.
El recurso casi inmediato fue ya otra cosa, con lo fácil que lo teníamos. Miles de mensajes, a veces diarios, nos colocaron en otro lugar del universo valenciano comentando asuntos más o menos vitales, depende de la perspectiva de cada momento, y tan interminables a menudo como las conversaciones telefónicas, pero ahora sin el engorro relativo de quedar en vano para vernos. Es mucho y muy variado el material que Carlos me proporcionó de esta manera, aunque hay que decir que seguía tan cascarrabias en la red como en persona, pero algo más entonado y siempre certero respecto a la actitud de personas y meapilas de izquierda que jamás estuvieron a su altura. Guardo ese material, como homenaje a los muchos disparates que sufrió Carlos. Algún día lo haré público, para escarnio de tanto soplapollas, una expresión muy suya. Con Carper, que era la abreviatura de su contraseña en la red y como yo le llamaba, disfruté como el enano que soy. Durante dos cortos años. Y se acabó, como ocurre a menudo con las alegrías más hermosas.
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