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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Medios de vida

Ya ni siquiera alarma la manipulación ideológica sobre el proceso soberanista o la omisión de información relevante

Jordi Gracia

Las malas vibraciones empiezan en el minuto seis o siete, aumentan de forma preocupante hacia la mitad del programa, y se disparan del todo otros 10 minutos más tarde para acabar en una especie de fundido mental en negro. No es el final de la emisión sino el estado catatónico del espectador. Para ese momento ya está confortablemente instalado en la sección de deportes y, sobre todo, decorosamente preparado para el nirvana feliz del espacio central, El temps: las borrascas de ayer y de hoy, los temporales y las ventoleras, las imágenes (preciosas) que mandan los espectadores, las montañas blancas contra el universo negro. Antes de todo eso, es muy probable que la atención se haya centrado en un episodio macabro, en unas declaraciones políticas previsibles o en una nadería comarcal impropia de un informativo público de alcance nacional.

Nada nuevo, por supuesto, pero sí novedoso con respecto a la calidad de TV3. No hace falta remontarse al scoop de la retransmisión en directo de la liberación de Nelson Mandela en 1990. Basta con retener la vergüenza ajena que producían, vistas desde Cataluña, las peores etapas de sectarismo informativo en la televisión de Aznar y el consuelo de disponer en casa de unos informativos de calidad, con sus sesgos y sus tabúes, por supuesto. Pero estaban a años luz de aquella manipulación descarnada y cínica.

Hoy en Cataluña ya nos hemos curtido: ni siquiera alarma la manipulación ideológica sobre el proceso soberanista, nadie se disgusta ya ante la magnificación de declaraciones absurdas pero útiles y apenas nadie se exalta ante la omisión de la información relevante.

La pérdida de credibilidad de los informativos nos ha hecho por fin adultos y respiramos a pulmón abierto la nube tranquilizadora de una información pública plana, local y comarcalista, superficial y acrítica. Nos ha ayudado a sobrevivir la edad y la templanza, sin duda, pero también un sujeto valiente y televisivo. Se llama Aaron Sorkin y no es una fijación; es un instrumento adictivo para observar por dentro el funcionamiento del poder. Él fue el inventor de una serie en torno a aquello que siempre quisimos saber sobre el poder, y no hizo falta preguntar porque lo contaba con naturalidad vegetativa en El ala oeste de la Casa Blanca. Lo que ahora sospechamos sobre el peso del poder en los informativos está en otra serie más del mismo Aaron Sorkin, The newsroom.

A los periodistas les subleva la serie, y con razón. Ellos saben muy bien lo que sucede en las redacciones de prensa o televisión o radio y el retrato les sabe a dulzón y folclórico. Pero el resto de incautos celebramos la transparencia con la que se narra la intromisión de los intereses políticos y económicos, la exclusión de las noticias inservibles a esos fines, y hasta la lobotomización lenta que cala en las redacciones hasta que de golpe el jefe recupera el juicio (con redoble de tambores y gran estruendo emocional). La gracia de la serie se pierde en el tejido de relaciones sentimentales (este con aquella, aquella con este), pero es la concesión comercial para que no muramos de un infarto de lucidez, relajemos las neuronas y la apoplejía se aplace.

El protagonista es un héroe, por supuesto: ha reencontrado la luz en el momento de plenitud profesional y ha decidido, por fin, retomar las riendas del oficio para descartar de sus programas las catástrofes naturales (tornado supersónico), los récords históricos (calor tropical en pleno invierno) o la casquería mediática (madre mata a niño y lo asa en la barbacoa). Aspira a ser casi perfecto: una mezcla de la solvencia de Iñaki Gabilondo y la insolencia blanca de Jordi Évole.

Y por fin ataca: ofrecerá información política racional y veraz, crítica y contrastada. Él es un republicano moderado que ve en el Tea Party al enterrador de la derecha civil y respetable norteamericana. Como es un héroe, propone cosas de héroes: un programa de debate en directo con los candidatos del Partido Republicano, para que discutan sobre política sin dejarles soltar los esquemas aprendidos de memoria y los eslóganes prefabricados. El visto bueno ha de darlo el responsable del partido, que es viejísimo amigo también, y hombre de familia con hijos en edad universitaria (uno va a la superelitista Stanford) y su sueldo le llega de la política.

El formato del debate le gusta, es vivaz y veraz, descubre contradicciones y exhibe diferencias ideológicas, delata lo que los candidatos prefieren callar y descubre lo que ignoran. Pero este hombre de buena intención lleva una asesora del partido con él. Y la respuesta es, por supuesto, no, ni hablar: ese debate es un suicidio político porque desnuda la irrelevancia intelectual de los peores candidatos. Imposible dar el visto bueno: ¿tú sabes lo que vale la matrícula de mi hija en Stanford? ¡Yo vivo de esto! El debate no se hace y en el fondo respiramos tranquilos, mecidos en la nube comarcal y los récords atmosféricos de El temps.

Jordi Gracia es profesor y ensayista.

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Sobre la firma

Jordi Gracia
Es adjunto a la directora de EL PAÍS y codirector de 'TintaLibre'. Antes fue subdirector de Opinión. Llegó a la Redacción desde la vida apacible de la universidad, donde es catedrático de literatura. Pese a haber escrito sobre Javier Pradera, nada podía hacerle imaginar que la realidad real era así: ingobernable y adictiva.

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