Amores que matan
Era demasiado joven para saber que cierta clase de lobos no suelta a su presa así como así
Ella se esforzaba, intentaba plantarle cara a la vida, estudiar y todo eso. Pero no creía en los lobos. Nunca había visto ninguno de verdad. Que el mundo no era un lugar seguro, eso sí lo sabía, veía las noticias, oía a sus padres hablar en casa: la crisis, el paro, la factura de la luz… Le hubiera gustado haber nacido en otro país, en otra época y parecerse un poco a Scarlett Johanson. Pero con sus vaqueros metidos por dentro de las botas, se sentía la reina del instituto. Y lo era. A él no le gustaba mucho la ropa que llevaba ni tampoco su manera de ir y venir a su aire por la vida. Cada vez que ella mencionaba un logro personal, por pequeño que fuera, un examen aprobado, una entrevista de trabajo por horas, él sentía unas ganas irrefrenables de echárselo abajo, de ridiculizarla ante los demás. Pero adónde vas a ir tú, le decía. Al principio la cosa no pasaba de ahí. No había ninguna señal de alarma grave, salvo por un pequeño detalle: el deleite gozoso y profundamente retorcido que él sentía al humillarla. No podía evitarlo. No es que discutieran más que otra pareja cualquiera, pero ella se daba cuenta de que había cosas que se rompían al caer, que asfixiaban como agua sucia. Así que lo dejó.
Cualquier chica de barrio aprende rápido que el amor no siempre es lo que parece. Hay mujeres que se quedan llorando por los restos y hay otras que de un vuelco mandan a tomar viento la silla en la que se supone que deberían aguardar sentadas al hombre de su vida. Ella era de estas últimas. Una chica valiente, capaz de arriesgarse, dispuesta a arañar las paredes hasta alcanzar la parte de felicidad que le tocaba. Volvió a enamorarse, naturalmente. Y ahí empezó la parte realmente difícil.
El lobo afiló los colmillos. Comenzó a enviarle mensajes al móvil que la dejaban tiritando a la puerta del instituto. Ella intentó defenderse. Le bloqueó la entrada en Twitter y Facebook, pero el acoso continuó hasta que un día tiró llorando el móvil contra el suelo. Se sentía como una mariposa pequeña, volando cada vez más cerca del fuego, probando hasta dónde podía llegar. Pensó en denunciarlo. Pero en el fondo le daba un poco de pena. Al fin y al cabo, se decía, él la quería a su manera y ella también lo había querido. A veces sentía nostalgia por los buenos tiempos: la primera vez que él la invitó a una pizzería, cuando le regaló el fular azul de lunares, las fotos del último verano en la playa… Así que al llegar a la esquina de la comisaría, se lo pensó y dio media vuelta. Le pudieron los buenos sentimientos, prefirió pensar que él acabaría dejándola en paz. Era demasiado joven para saber que cierta clase de lobos no suelta a su presa así como así.
Sus amigos y su nueva pareja estaban al corriente de la situación y la protegían como podían. Iba siempre acompañada como el miércoles pasado cuando volvía del instituto con un compañero de clase. Hacía frío. El lobo se le echó encima por la espalda y de un tajo le cortó la yugular.
No crean que estoy hablando de la última chica asesinada en la estación del Cabanyal. Hablo de todas las niñas enamoradas. Las reinas indiscutibles del instituto que, aunque han oído hablar muchas veces del maltrato, no saben identificarlo en un simple mensaje de WhatsApp. Si su chico les pide el localizador o la contraseña del móvil, ellas se lo dan gustosas como prueba de amor. Ceden su territorio. Entregan sus armas al enemigo. Con 15 años nadie va a salvarlas en esta maldita guerra de miles de mujeres muertas.
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