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La convivencia

Las camisetas de Lugo y Deportivo se mezclaron antes, durante y después del partido

El fútbol es grande en la medida que desdibuja el contorno de las fronteras, las clases sociales o económicas. Hubo un tiempo en el que en Galicia la pelota ejercía como poderoso motor de convivencia, en el que los desplazamientos masivos de las aficiones no merecían escolta policial y la concurrencia a los estadios en los derbis entre Celta y Deportivo se podía realizar en familia. Lo sucedido el pasado sábado en Riazor entronca con aquel viejo estilo de entender un evento deportivo y llevarlo al terreno social. Las camisetas de Lugo y Deportivo se mezclaron antes, durante y después del partido en un acontecimiento que se vivió a lo vasco. Se compartió la protesta por un “Nunca Máis” que acabó con un mayoritario aplauso en el minuto 10 de partido y se jaleó un emotivo Miudiño patrocinado desde la megafonía del estadio en una magnífica iniciativa, porque ya se sabe que pocas cosas unen más que cantar en compañía. Se berreó, se comió y se bebió. Incluso se discutió, porque el partido dejó alguna acción en el área para hacerlo. No se traspasó el límite del respeto y en una curiosa metáfora se pisoteó la intolerancia de quienes regaron el suelo de la calle Manuel Murguía de octavillas con mensajes propios del salvaje far west. Minutos después de haberlas lanzado la gente disfrutaba, ajena y sobre ellas, de la caña previa al partido.

Con todo, malo sería convenir que la rivalidad se deba convertir en un bálsamo. Hace dos años en idéntica tesitura de la Segunda División, y casi en las mismas alturas de la clasificación, el Deportivo recibió al Celta también en Riazor. Nada de lo sucedido el sábado pasado remitió a aquel ambiente electrizante. Faltó ese punto. Así que conformados los ingredientes, aunque sea por separado, quedamos a la espera de la mezcla para que el grado de toxicidad de los derbis no sea una cuestión transversal norte-sur o este-oeste. Quizás el ejemplo ayude a limpiar ese ambiente que en la víspera de cada duelo entre Deportivo y Celta remite a la gresca. Hasta mediados los ochenta los desplazamientos entre Vigo y A Coruña tenían el carácter festivo que tuvo la migración lucense de este fin de semana y el talante de sus anfitriones. Aficiones rivales compartían graderío y era posible pasear con una enseña del oponente por María Pita y A Pedra sin mayor incidencia que la derivada del cachondeo y la capacidad para dar y recibir inocuas puyas. La pelota se convirtió en un malsano pretexto cuando popes locales de ambos flancos entendieron que ahí tenían un goloso vivero para pregonar su ideario separatista y capitalizarlo en apoyos electorales. Nadie, a ningún nivel, ha vuelto a dar con el pegamento capaz de unir esas dos Galicias separadas, ni siquiera una autopista que convierte cada desplazamiento entre las dos principales ciudades gallegas en un periplo que linda con el artículo de lujo. Nada de eso sucede entre Lugo y A Coruña, siempre próximas y donde en la víspera del duelo sólo hablaron los futboleros. Seguramente ahí se encierra la clave para entender lo que sucedió en Riazor.

Aquella primera mitad de los ochenta encerraba otro fútbol y Quique Setién ya estaba allí. También pasó por Riazor para dejar su sello. En agosto de 1985 debutó en el coliseo herculino como futbolista del Atlético. Era cuando el Teresa Herrera acaparaba la primicia de los estrenos y ejercía de escaparate. Ofreció dos memorables recitales. El primero contra el Real Madrid que acababa de fichar por un dineral, justamente a los colchoneros, a Hugo Sánchez y ya daba vuelo a la Quinta del Buitre. El segundo ante el Oporto, en el que se presentó en campo español un joven Paulo Futre, ya anhelado por el Atlético, y que empezaba a forjar un equipo que dos años después llegó a la cumbre europea. Setién se fue de Riazor entre vítores y con el trofeo al mejor jugador del torneo. Casi treinta años después sigue siendo diferente y en Lugo disfrutan de un espíritu transgresor que en lugar de matizarse se afina cada vez más con los años. Allí donde el fútbol transitó durante años entre la indiferencia de una afición más afín a estar bajo techo disfrutan ahora del orgullo de competir en estadios que antes veían por televisión o a los que acudían en citas como aquellos Teresa Herrera de antaño. Seguramente entonces había tantos lucenses en la grada de Riazor como el sábado pasado. Pero ahora llevan sus colores.

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