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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Los chatarreros

Pasan a nuestro lado con sus carritos de la compra cargados de chatarra oxidada y ni les vemos; la miseria se ha vuelto familiar

J. Ernesto Ayala-Dip

Desde hace aproximadamente dos años, como al filo del cruel espejismo de los brotes verdes (o técnicamente llamado también, segunda recesión), Barcelona vio incrementar el número de sus pobres, muy pobres y miserables. Entre ellos ya transitaban los recogedores de papeles y cartones, generalmente ciudadanos europeos de origen rumano. Hombres solos, hombres con mujeres y hombres con mujeres y algún adolescente, metidos más de las veces literalmente en los contenedores, no fuere que quedara rezagado algún diario o caja de frutas vacía, reacios a su desesperada conversión en calderilla.

Pero este pelotón de desfavorecidos se vio un día incrementado en la rutilante Ciudad Condal por ciudadanos extranjeros de origen africano. Es decir, gente de raza negra que lleva consigo un carro de supermercado (en esta paradoja ya se dibujan juntos el drama y el absurdo del neoliberalismo) arramblando con todo lo que tenga que ver con metales desgastados, alambres oxidados, esqueletos de lo que alguna vez fue algo parecido a un electrodoméstico o el caparazón ciego de un ordenador, vestigios todos de la sociedad del consumo vertiginoso.

Desde hace aproximadamente dos años, Barcelona vio incrementar el número de sus pobres, muy pobres y miserables

Quedémonos con nuestros huéspedes africanos. Observémosles trajinar con su pesada carga metálica. Atraviesan, sea el húmedo invierno o los no menos calores casi caribeños de los julios y agostos barceloneses, silenciosos, industriosos en su cometido, infatigables en busca de la esencial supervivencia. Hoy ha sido un buen día, parece que nos dicen a veces desde su obligada extraterritorialidad, contentos del fruto obtenido. Mañana será lo que Dios quiera.

En esa especie de eficaz resignación ante su destino, se parecen mucho a los ciudadanos rumanos. También llama poderosamente la atención su entrega casi alienante, su puntual comparecencia ante los desperdicios para mitigar su indigencia. Y también su indefensión.

Dos imágenes se me graban como si estuviera viendo un documental. La primera, miran siempre de frente, como si no hubiera paisaje urbano que observar a sus lados ni retener para el recuerdo. No fuman, no hablan por el móvil, no apelan a la charla dicharachera que disimule las pesarosas horas de fatiga.

Segunda cuestión, se cruzan a veces con un género diferente de supervivientes, esa aristocracia que les debe parecer a ellos que conforman los que limpian las calles a cuenta de una subcontrata municipal. ¿Sabrán que cobran, aunque exiguos, un salario, una paga extra y unas vacaciones? Si no lo saben con exactitud, lo imaginan. Pero lo que sí saben con seguridad es que estos no son sus semejantes. Algunos de ellos, como si se estuvieran dando un garbeo por las Ramblas, fuman, hablan por sus móviles, le dan al palique.

A veces parece que hablan con sus esposas. O fraguan una cita. Si pasan por una terraza no pasa nada si se meten entre pecho y espalda una caña bien fresquita. O un estimulante carajillo. Es posible que crean que se lo merecen porque han trabajado mucho, aunque no tanto como esos africanos con los que se cruzan, porque ciegos no son. Ni tampoco insensibles. Siguen fumando y hablando con ese aplomo que otorga sentirse seguros. Como protegidos, como resguardados por un automatismo funcionarial. Como si la recesión no les afectara. Como si no les fuera a afectar nunca. Bueno un poco sí (seguramente mucho más de lo que ellos prefieren no pensar), pero, por suerte, nunca como a los chatarreros.

Mientras, a escasos metros suyos, los ciudadanos africanos, los chicos de raza negra (no hay chicas con ellos, a diferencia de los rumanos) siguen enfilando hacia los compradores de su variopinta chatarra. Impertérritos, absortos en su propia indigencia. Mañana será el mismo día para ellos. Parece que no les hiriera la indiferencia, ni la paternal mirada de los transeúntes. No la reprochan. Como si no la necesitaran.

Ese carrito de la compra, como el que usted o yo usamos para cargar los yogures y los cereales de la semana para nuestros chiquillos, lleno de hierros oxidados y retorcidos dibujan un paisaje que ya casi nos parece familiar. Y esto no deja de ser un asunto inexplicable, una aporía sociológica, que la miseria comience a sernos familiar, parte de la rutina diaria. Pero no son ninguna metáfora. Ni los rumanos, ni los africanos, ni los carritos del súper. De qué le serviría a la miseria (y sobre todo a los miserables) que no se los llamara por su nombre.

PD: a) En Estados Unidos, en 2012, la retribución media de un director ejecutivo (sueldo, pluses, pensiones y opciones sobre acciones) fue entre 300 y 400 veces superior a la de un trabajador medio (salario y prestaciones), según Ha-Joon Chang, especialista en economía y desarrollo y profesor de Economía Política del Desarrollo en Cambridge.

b) No deja de darme un inesperado alegrón que el catedrático Antón Costa sea el nuevo presidente del Círculo de Economía.

J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.

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