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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Conciencias laxas

Es cierto que Hernández Mateo no ha cometido un asesinato, como declara Ballester, pero el ejemplo es inoportuno y, sobre todo, malintencionado.

Como gobernante, Alberto Fabra carece de autoridad y desconoce el poder de la seducción, unas faltas que ningún curso ni entrenador personal pueden remediar. Ni siquiera el Diari Oficial de la Generalitat —esa batuta que algunos administran con destreza— es suficiente en este caso. Por eso resultan tan patéticos los esfuerzos del presidente para convencernos de que el cierre de la Televisión Valenciana es fruto de una maniobra de la oposición y del error de una abogada. Nadie le cree. Las mentiras, para resultar verosímiles, deben tener un viso de realidad que las sostenga. Sin ese arquitrabe, se vienen abajo, no son nada. Un buen actor como Eduardo Zaplana podía convencernos de que unos estudios imposibles como la Ciudad de la Luz nos convertirían en el Hollywood de Europa. Todos escuchábamos encantados unas mentiras que sonaban tan bien a los oídos. Pero se precisa arte para modular la voz y que la impostura suene verdadera. Además, necesitamos que el viento de la economía sople a nuestro favor. Con los bolsillos llenos, los ciudadanos somos más crédulos, dóciles y confiados. Cuando en la Comunidad Valenciana corría el dinero, hasta un falsario como Francisco Camps pudo parecernos un hombre de Estado.

Pero ha pasado el tiempo y la verdad desagradable asoma: somos pobres. Y a los pobres, como sabemos, nadie les hace caso y se les mira con desconfianza. A Alberto Fabra, por mucho que porfíe el presidente, no le hacen caso en Madrid. En Valencia, son sus propios diputados quienes le ven con desconfianza. Por eso, cuando Andrés Ballester presenta en las Cortes el documento a favor de Hernández Mateo, la mayoría no vacila en firmar la petición de indulto. Apoyo al compañero, sí; pero también un aviso de que, cuando la ocasión lo requiere, los diputados pueden formar una piña. No se podría haber dicho de manera más clara. La firma no es sólo un mensaje a Alberto Fabra; tiene mayor alcance. Al hacerse pública, pone en entredicho los esfuerzos del presidente para convencernos de la regeneración del Partido Popular; se discute su propia autoridad. Fabra nos repite, en cuanto se le presenta la ocasión, que no debemos hablar del pasado; es comprensible porque el pasado de su partido es un lastre a la hora de gobernar. Pero son sus propios compañeros quienes, una y otra vez, hablan del pasado.

Andrés Ballester muestra un considerable arrojo al recoger firmas para evitar la cárcel a su amigo Pedro Hernández Mateo. Alabamos su sentido de la amistad, aunque rechacemos las razones del diputado para justificar el indulto. Es cierto que Hernández Mateo no ha cometido un asesinato, como declara Ballester, pero el ejemplo es inoportuno y, sobre todo, malintencionado. Al formularlo, trata de decirnos —y de convencernos— que la prevaricación por la que los jueces han condenado al exalcalde de Torrevieja no es un delito especialmente grave. ¿No le parece grave a Andrés Ballester manipular la adjudicación de una contrata de 98 millones de euros, de un modo “arbitrario y lesivo para el interés público”? Si es así, Ballester muestra tener una conciencia particularmente laxa en cuestiones de dinero público. No es un caso único. Si juzgamos por el número de los parlamentarios de su partido imputados por asuntos parecidos, diríamos que se trata de un criterio bastante común. Un criterio que nos ha llevado a los valencianos a la ruina.

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