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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

El ranking de la decencia

Los rectores ofrecieron números apabullantes para hacer frente a esa tópica descalificación que lamenta que ninguna de nuestras instituciones universitarias ocupe los lugares privilegiados en los consabidos rankings

Javier de Lucas

El pasado lunes, la Real Sociedad Económica de Amigos del País (RSEAP) organizó por séptimo año consecutivo un debate con los rectores de las cinco universidades públicas valencianas. Esa especie de cita periódica me parece ya un motivo de esperanza. Lo es que existan espacios e iniciativas para poner de relieve y debatir la capacidad de nuestra sociedad civil, y en la magnífica sala del Conservatorio Profesional de Valencia se reunían de nuevo tres instituciones emblemáticas de esa sociedad civil: las Universidades públicas (la más antigua, la mía, fundada precisamente por los juratsde la ciudad), la RSEAP y el Conservatorio, en cuya fundación tuvo protagonismo la misma RSEAP.

De paso, el acontecimiento en cuestión daba pie para esclarecer de qué hablamos cuando usamos ese concepto que hoy vuelve a estar de moda, la sociedad civil. Para hablar de quién, quiénes y por qué pueden hablar en su nombre, sin utilizarlo en vano. Porque sucede a menudo que se identifica a la sociedad civil casi exclusivamente con los empresarios, los “emprendedores”, los verdaderos creadores de riqueza y, sin embargo, conviene no olvidar que hay muchos más agentes de la sociedad civil y muchos otros creadores de riqueza: también de otra riqueza. No pongo en duda que las pymes, como la CEOE o la Banca, lo son. Y por cierto que esa parte de la sociedad civil estaba muy bien representada en la sala, lo que constituye otro motivo de satisfacción. Pero trato de apuntar que cada vez que se insiste en lo que la sociedad civil demanda de la Universidad, convendría precisar eso de quién pide a quién y qué es lo que cada uno debe al otro.

En el debate, lógicamente, los rectores nos hablaron de eso, de lo que las Universidades aportan. De cómo cumplen con su responsabilidad frente a lo que “la sociedad civil” espera de ellas precisamente en la medida en que las sostiene. Y se ofrecieron, por ejemplo, datos relevantes —que no repetiré— acerca de la contribución al tejido productivo, a la innovación, al desarrollo y a la riqueza, desde la investigación universitaria. Hablaron del esfuerzo de las Universidades por aprovechar y desarrollar las nuevas tecnologías, del empeño en internacionalizarse, en multiplicar su capacidad de formar, de capacitar a los profesionales que esa sociedad civil necesita.

¿Cumplen con éxito esos objetivos las Universidades valencianas? Los rectores ofrecieron números apabullantes para hacer frente a esa tópica descalificación que lamenta que ninguna de nuestras instituciones universitarias ocupe los lugares privilegiados en los consabidos rankings (el de la Universidad Jiao Tong de Shanghai, el ARWU, el Webometrics, o el Higher del Times). Clasificaciones en las que, ya se sabe, nunca aparecemos ni siquiera entre los cien primeros. Confieso que, siempre que se habla de rankings, recuerdo el argumento que explica que, las más de las veces éstos se crean para justificar la superioridad de quien los inventa, de quien impone como criterio estos y no otros indicadores. Como en la anécdota del resultado de la carrera entre los dos grandes dirigentes mundiales en tiempos de la guerra fría, descrito por el Pravda con el siguiente titular: “el gran camarada Kruschev quedó en segundo lugar; el presidente Kennedy, en el penúltimo”.

Ahora bien, como se vio en el debate, muchos de nosotros, también los cinco rectores, claro, pensamos que la función de las Universidades, lo que pueden ofrecer a la sociedad y ésta a su vez puede y debe exigirles, no es —ni prioritaria, ni menos aún exclusivamente— proporcionar el conocimiento que habilita para la capacitación profesional y transferir el conocimiento al mercado, es decir, la investigación como tarea orientada a la aplicación productiva. A mi juicio, esas tareas ya las están haciendo y probablemente las harán mejor en el futuro otro tipo de instituciones, incluso no presenciales. Por ejemplo, empresas, sí: empresas docentes que formarán ese personal cualificado que pide el mercado; empresas con departamentos de investigación, con institutos y laboratorios dependientes que les proporcionen el saber aplicado que mejora su competencia y resultados.

Pero del mismo modo que el mercado y sus agentes son sólo una parte de la sociedad civil, las Universidades responden y deben responder a otras exigencias y a exigencias de otros agentes. Así, la necesidad de transmisión y desarrollo de la formación crítica, de la capacidad de pensar por sí mismo, que permitirá saber responder a los desafíos sociales presentes y a los que aparecerán, para los que el conocimiento —que no debe confundirse con la formación profesional— es el mejor punto de apoyo. Eso requiere transmisión de cultura, de conocimiento de la sociedad. Transmisión siempre crítica. Y quizá sea esa la primera responsabilidad de las universidades, precisamente en términos de su deuda con la sociedad civil: conocerla para poder transformarla en algo mejor.

Por eso se debatió también acerca del lugar y contribución de las Universidades en términos de un ranking distinto y que, a falta de otra denominación, llamamos el ranking de decencia: el que mediría su aportación a hacer de las nuestras sociedades más igualitarias, más libres, más inclusivas, con menos corrupción, discriminación, violencia e impunidad, en suma, más decentes. Y resultó que los rectores ofrecieron argumentos y ejemplos que permiten medir esa contribución. Criterios que, por cierto, sitúan a nuestras universidades en un buen lugar. Por ejemplo, porque han creado instituciones e instrumentos para la solidaridad y la cooperación. Unidades de igualdad para luchar contra las discriminaciones que sufren las mujeres, los trabajadores, los inmigrantes, los discapacitados. Institutos de estudios de la mujer, de desarrollo local, de derechos humanos, de políticas del bienestar… Servicios que estudian y promueven la lengua y las manifestaciones culturales de este país. Y han creado mecanismos de control y evaluación que tratan de hacer de ellas instituciones más abiertas y transparentes, en pugna con defectos como la endogamia, la rutina o el clientelismo. Sin moralinas. Sin prédicas tan enfáticas como inútiles. Con rigor y apertura a la crítica y siempre desde la razón. Con la aspiración irrenunciable de que la nuestra —la valenciana, la española, la europea— sea una sociedad en la que no haya humillación ni exilio, una sociedad, repito, cada vez más decente.

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