Un debate sobre leyes, intereses y símbolos
Los conflictos nacionalistas tienen aspectos simbólicos que no son reducibles a querellas jurídicas ni a cálculos contables
En el contencioso sobre la relación Cataluña-España, las partes implicadas manejan un variado arsenal de recursos. Así ocurre en cualquier conflicto político. Y es normal que a lo largo del debate cada parte eche mano del recurso que le parece más favorable para su causa según sea el momento. Andrés de Blas (EL PAÍS, 29/10/2013) apunta que los partidarios de contrarrestar la ofensiva soberanista no deben fiarlo todo a los argumentos de la legalidad española, europea o internacional. Sin abandonarlos, deberían pasar a la exposición de los intereses beneficiados o perjudicados por cada una de las opciones que hoy están sobre la mesa. Parece una postura razonable. Una estrategia defensiva limitada a erigir la línea Maginot de pretendidos obstáculos constitucionales tendrá poco o nulo efecto para una parte no pequeña de la opinión pública catalana y puede correr la suerte que corrieron las célebres e inoperantes fortificaciones francesas.
¿No sería más eficaz, por tanto, la exposición del balance entre presuntos perjuicios y beneficios para los intereses de catalanes y españoles? Algo de ello está ya en marcha si se observa cómo los medios de comunicación seleccionan las informaciones sobre el asunto y las encuadran y titulan. Y este es también el pragmático camino emprendido por el gobierno Cameron para enfrentarse con el independentismo de Salmond. El gobierno británico no objetó en el terreno jurídico a la convocatoria de un referéndum sobre la independencia de Escocia. Y pudo haberlo hecho, por flexible que sea el sistema constitucional británico. Ha preferido suministrar un acopio de documentación para sostener que la secesión escocesa no sería un buen negocio ni siquiera para quienes la defienden. Los datos de informes y estudios de este tipo pueden ser debidamente masajeados para obtener los resultados más favorables a la tesis de quien los encarga. Pero, aunque así fuera, disponer de ellos no es inútil: activa el debate de las ideas, obliga a exponer argumentos contrapuestos y en último término refuerza la dinámica democrática que debiera ser respetada en la gestión de cualquier desacuerdo político. En Cataluña, ciertamente, pero no menos en el resto de España.
Cabe añadir algo más. Junto a leyes e intereses, la controversia política contiene siempre una dimensión simbólica. Dicho de otro modo, maneja emociones y sentimientos. Por ejemplo, una disputa política sobre regulación de competencias profesionales no se limita a la defensa de intereses materiales de un gremio determinado: se acompaña más o menos veladamente de la aspiración al reconocimiento de cierto status con el que aquel grupo pueda sentirse emocionalmente gratificado. Por irrisorio que para otros sea este sentimiento, es difícil negar su influencia en el desarrollo y en el desenlace de la disputa.
Los recursos simbólicos y su resonancia emocional están particularmente presentes en los conflictos nacionalistas
Los recursos simbólicos y su resonancia emocional están particularmente presentes en los conflictos nacionalistas: no son reductibles a querellas jurídicas ni a cálculos contables. Quien lo piense difícilmente encontrará salida sostenible a problemas de esta índole. Es innegable que todos los nacionalismos atribuyen una gran carga valorativa a la controvertida idea de nación. A menudo suelen distinguir entre naciones “auténticas y verdaderas” que existirían por una irrefutable lógica histórica y naciones “artificiales y ficticias” surgidas como pretexto oportunista o interesado. La certificación de calidad nacional vendría otorgada por la condición de estado que —según los casos— se defiende como monopolio indivisible o se reclama como derecho irrenunciable.
Esta manipulación constante de lo inmaterial convierte los conflictos nacionales en asuntos de muy compleja administración. Y más aun si se intenta pasar por alto la existencia de esta variable simbólica capaz de movilizar energía colectiva, más allá de las reglas jurídicas o de los beneficios económicos. Salvando lo que haya que salvar, encuentran su paralelo en los conflictos político-religiosos cuya dinámica llega a desbordar la capacidad de control de los dirigentes.
Por tanto, si se busca ahora una salida razonablemente duradera para este recurrente conflicto de la historia española, conviene debatir sobre normas y beneficios. Pero no es suficiente. Porque no solo está en juego la balanza de los intereses, sino también la balanza más sutil de los símbolos. Lo ha señalado reiteradamente Albert Branchadell en estas mismas páginas (22/10/2013).
En este orden de cosas, quienes insisten en la defensa inconmovible de “un estado con una sola nación” alimentan la reivindicación pertinaz del “estado propio” por parte de sus contradictores. Con lo cual una estrategia que descarta un cierto revisionismo simbólico ni consigue desarmar a sus tenaces impugnadores, ni atrae a quienes desearían dejar atrás la vieja y estéril querella que provoca empeñarse en la asociación forzosa entre nación y estado. Atención, pues, a las normas y a los intereses, pero también a los símbolos y a las emociones que les acompañan de manera inevitable.
Josep M. Vallès es profesor emérito de la UAB
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