Carnaval cadáver
Si la muerte real se ha retirado a los hospitales, casi clandestina, la ficticia se ha vuelto espectáculo
Hace una semana, donde vivo, en la costa entre Granada y Málaga, en una calle que lleva nombre de gobernador franquista, oí a dos señoras ante un escaparate: “Mira, ya han puesto lo de Halloween”. Vuelve la víspera de Todos los Santos, aunque del viejo día de los Santos y del día de los Difuntos ya se hable poco. En los años sesenta del siglo pasado fueron fiestas en que se visitaba el cementerio para rendir culto a los muertos. Las tumbas se limpiaban y adornaban como si fueran el cuarto de estar. Al cementerio, una palabra que en su origen significó dormitorio, se peregrinaba con flores y en familia. Era entonces uno de los centros de la vida social. Hoy ha sido sustituido por el tanatorio, establecimiento donde se trata a los muertos antes de hacerlos desaparecer.
Vi una vez en un tanatorio, en la vitrina en la que se exhibían ánforas para las cenizas del difunto, publicidad de cómo convertir en anillos esos mismos residuos. La muerte es un negocio, aunque nos hayan educado en el olvido de ese aspecto económico, y nos resistamos a discutir si cuando muramos (hasta el verbo morir, conjugado en primera persona, suena extraño) queremos o no un ataúd de roble. Hablar de muerte es hablar de dinero: de cuánto podremos gastar o, mejor dicho, cuánto podrán gastar los que se quedarán a cargo de nuestro cadáver. Están privatizando los cementerios, que, por otra parte, siempre han distinguido entre fosa común, nicho y panteón, es decir, entre ricos y pobres.
Cuando yo era niño, la muerte era fea, pero familiar. Los entierros eran lentas manifestaciones multitudinarias, y el cura aparecía casi a diario en la calle, investido con sus ornamentos litúrgicos y acompañado por los monaguillos, camino de la casa de algún agonizante al que llevaba la extremaunción. El moribundo lo esperaba en su cama, en compañía de sus seres queridos. Entonces se hacía ostentación del luto y de la pena. Ahora que la muerte es casi invisible, el luto sería una extravagancia patológica, un signo de atraso. La muerte se ha vuelto disimulada, secreta, escondida en el hospital, y, de la misma manera que se oculta a un enfermo la gravedad de su dolencia, se les evita a los mortales el contacto con la ineludible muerte, convertida en una cuestión médica, reservada, en manos de especialistas que decidirán cuándo suspender la asistencia al agonizante, ese paso clínico al que se llama muerte digna, aceptable, amable o apacible. “El amor es un lugar solitario”, dice una canción de Cher. También lo es la nueva muerte.
Pero su celebración es una feria, un carnaval, Halloween, y desata un comercio similar al navideño, con adornos domésticos específicos, formas y símbolos propios, ropa interior y exterior, máscaras y maquillajes. Son dos conmemoraciones correlativas: la Navidad festeja un nacimiento divino, mítico, y Halloween se divierte con la muerte falsa y feliz, humorística: recuerda a los difuntos olvidándolos, espantándolos con risotadas. Si la muerte real se ha retirado a los hospitales, casi clandestina, la muerte ficticia se ha vuelto exhibicionista y escandalosa, bufa, un espectáculo de crímenes, guerra y terror, reventamientos y descuartizamientos en películas, videojuegos, tebeos y novelas, una parodia o una alucinación que tiene su propia fiesta: Halloween, una moda muy difundida por Hollywood y sus sucursales. La moda es hermana de la muerte, o eso decía no sé quién: las dos renuevan el mundo sin parar.
Halloween es un rito cómico, verbena y desfile callejero de monstruos, brujas, brujos, deformidades, fantasmas, alienígenas, criaturas de miedo, todos semejantes, igualados por la muerte de mentira, como zombis, en horda, en pandilla, moviéndose erráticamente como es costumbre en las noches de juerga contagiosa. Estos muertos vivientes hacen lo que les apetece, devoran lo que les gusta y cae a su alcance, cogen lo que quieren, y siguen muriéndose de risa, mientras bailan la danza macabra de la carcajada y la máscara tétrica en esa cripta que conocemos como discoteca. Son esqueletos, calaveras, carroña, cabezas atravesadas por un cuchillo o abiertas por un hacha, un cuello con una aguja clavada, unos dientes vampíricos bajo una nariz postiza, un cutis verde de zombi. Un gusano sale de un ojo sangriento. No se trata de horrorizar, sino de divertir. La risa y el susto nacen de lo mismo: de lo imprevisto, del asombro súbito, de la sorpresa y el sobresalto. Y nos da risa hablar de lo innombrable, de lo que no se debe hablar, aunque sea la muerte.
Justo Navarro es escritor.
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