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POP ORQUESTAL | Pink Martini
Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Un paréntesis de felicidad

La fabulosa orquesta en miniatura se dio este domingo de bruces con este otoño madrileño

Los integrantes de Pink Martini
Los integrantes de Pink Martini

A la espera de que los presuntos brotes verdes no sean solo macroeconómicos, sino que se filtren también a la esfera anímica, aún no andamos para muchos ruidos por estos andurriales. Pink Martini, la fabulosa orquesta en miniatura concebida para expandir el entusiasmo por medio planeta, se dio este domingo de bruces con este otoño madrileño que nos tiene ateridos no los huesos, sino el alma. Y así sucedió que la ya señera formación de Thomas Lauderdale solo alcanzó a cubrir en sus dos terceras partes la pista de La Riviera, por más que hubiera un estimulante quinto álbum sobre la mesa (‘Get happy’) y que la banda sea a estas alturas un engranaje sonoro pluscuamperfecto.

Los impecables músicos de Portland, once en la alineación actual, son capaces de cualquier cosa con tal de revivir el talante feliz de los años dorados (‘Let´s never stop falling in love’), los tugurios hedonistas, las fiestas callejeras (la turca ‘Üsküdar’a gider iken’), el cabaret descocado (‘Ich dich liebe’), la Cuba más voluptuosa (‘¿Dónde estás, Yolanda?’) o ese Mediterráneo bañado por un sol que les broncea las pieles a los más guapos (‘El negro zumbón’, ‘Una notte a Napoli’). Y es admirable que ese espíritu se mantenga incólume al paso de los años, los avatares de la vida y las miserias cotidianas. Lauderdale, ese hombre pequeño y de sonrisa traviesa que acaricia el piano como si fuera un personaje de los ‘Looney Tunes’, ejerce un liderazgo discreto y eficaz: su despliegue de estilos, geografías, idiomas y temperamentos es una de las mejores metáforas de tolerancia con que cuenta ahora mismo el gigante estadounidense.

Frente a la arrolladora visita de 2012, cuando la orquestina de Oregón se anotó un triunfo clamoroso en los Veranos de la Villa, el de este domingo fue, por fuerza, un triunfo más discreto: menos público, más frío y un recinto no tan cálido como el Price. También se había perdido el efecto sorpresa en torno a la cantante Storme Large, al principio sustituta circunstancial de China Forbes y ahora miembro de pleno derecho. La rubia, espigadísima y sinuosa vocalista de tormentoso pasado ‘punk’ se hace con los mandos desde la inaugural ‘Amado mío’ (una de tantas incursiones en el Hollywood clásico) y eclipsa, avasalladora, a sus diez acompañantes masculinos durante la hora y media de espectáculo. Le sobra voz no para una pequeña orquesta como la que nos ocupa, sino para tres sinfónicas completas. Es pura expresividad y zalamería: alterna inglés y castellano para sus piropos al público. Y termina lanzándose sobre las primeras filas en la fiesta final de ‘Brazil’, lluvia de globos incluida.

Ahí, en ese compromiso ineludible con la sonrisa, radica el gran mérito de Pink Martini. Sueñan con un mundo más amable: mientras la magia acontece sobre el escenario, las miserias se difuminan como un vago recuerdo arrinconado. Puede discutirse que recurran a ciertos clásicos demasiado evidentes (‘Quizás, quizás, quizás’) o que su obsesión por desempolvar viejos tesoros les esté llevando a descuidar el repertorio propio, pese a que de su autoría son piezas tan fabulosas como ‘Sympathique’, ‘Lilly’ o ‘Hey Eugene’. Pero escuchar la pintoresca recreación de ‘Get happy’ a cargo de Storm y el japonés Timothy Nishimoto, convertidos en Judy Garland y Barbra Streisand en versión postmoderna, constituye un paréntesis de felicidad. Como el descubrimiento de una joya de 1969 de los Drifters japoneses, ‘Zundoko-bushi’, que el propio Nishimoto recrea entre la perplejidad y el delirio de la audiencia. Escúchenla: es descacharrante.

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