Descaro y porfía
Raphael se impone en el primero de sus dos conciertos en el Liceo, gracias a esa desmesura que convierte sus actuaciones en piezas de teatro y corridas de toros
Hay algo apabullante en Raphael, un hombre que no ofrece meros conciertos sino una mezcla impagable de varias especialidades escénico-deportivas. En el primero de sus dos conciertos en el Liceo, lastrado por una voz que emergía rasposa y afónica, el de Linares se impuso gracias a esa desmesura que convierte sus actuaciones en piezas de teatro, corridas de toros, películas de cine mudo y partidos vividos y explicados con la retórica del fútbol. Ese es Raphael, una suerte de artista total que a diferencia de los demás no se cohíbe, no duda y exuda un orgullo de cuna humilde que se convierte en autoafirmación por medio de cada pestañeo. Más que valeroso resulta temerario.
Viéndole en el Liceo, con ese aire de septuagenario que no quiere rendirse al laminado del tiempo; braceando como un guardiamarina en día de jura; congelando frente a platea el instante del desplante torero ante el astado, imagen grabada a fuego en el hipotálamo cultural español; gesticulando con pompa y vehemencia tal que actor de cine mudo; cantándole a una silla vacía en la que está presente la pérfida mujer que le asaetea el corazón, y exigiendo el tributo del respetable con sus paseos e interrupciones de temas, tal que un Cristiano Ronaldo de orgullo más refinado y menos poligonero, la platea se licuó, los fans enloquecieron. Un espectador ajeno también lo haría, pero quizás víctima de la incredulidad: ¿quién se atreve a dar esos pasos de baile que parecían una parodia?, ¿qué otro artista es capaz de cantar una canción sentado en una silla de despacho que rueda por escena? Nadie. Sólo Raphael en No puedo arrancarte de mí.
Por eso Raphael es teatro y cine mudo, tauromaquia y fútbol, arrojo racial a pecho descubierto en enciclopedia años 50. Desde el comienzo se notó que su voz, en especial cuando la bajaba, estaba mellada. Lo afrontó como los futbolistas, partido a partido, en su caso canción a canción, logrando que una mácula se convirtiese en acicate ante sus rendidos espectadores. Les regaló un concierto que como novedad se escoró hacia el soul y el funk —Si ha de ser así, Los amantes—, recordó a Los Bravos -Hoy mejor que mañana—, unos arreglos le acercaron a Burt Bacharach —Hablemos del amor—, otros a una especie de soul ye-yé —Estuve enamorado— y los más al Raphael de siempre, el que no suda pese a la maratón —35 temas— y mantiene la melena fijada como un click de Famobil.
Pero es él. Nadie criticaría al Papa por ser creyente. Entonces ¿qué importa que la instrumentación fuese demasiado parca y en consecuencia disparada por teclados, como los coros? Poca cosa, pues lo determinante fue que Raphael impuso su físico, convirtió el concierto en una pugna contra las limitaciones y bajó al terreno que desean sus seguidores, el de una pasión melodramática desmelenada que alimenta un cantante irreductible. Raphael se manejó en su terreno, allí reina incluso mudo. Le basta mirar con el descaro de quien nació porfiando.
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