El universalismo de nunca acabar
Se dice de Cataluña que se ha vuelto provinciana, que no deja de mirarse el ombligo y ya no es abierta sino cerrada
Que Cataluña es una de las regiones más provincianas de Europa, ya lo sabíamos. No hay más que ver ese extasiarse de sus lugareños ante torres humanas. También es otra prueba de su provincianismo esa porfiada defensa de su lengua. Lo sabíamos porque la gente universalista que la habita, hace años que viene batiéndose el cobre por introducir en estos parajes un aire de sano cosmopolitismo.
Algunos de ellos, por cierto, firmaron hace unas décadas el famoso Manifiesto a favor del castellano. Lo hicieron porque no querían seguir asistiendo impertérritos a la inhumana persecución de la lengua común, infinitamente más universal. Entonces firmaron ese documento, pero mientras lo hacían, algunos de sus miembros (me consta absolutamente) matriculaban a sus hijos en uno de los colegios más prominentes del catalanismo pedagógico. Me estoy refiriendo a Súnion. ¿Les suena?
Nunca un artículo de Vargas Llosa me produjo tanta lástima y miedo como el que comento
También sabíamos que Cataluña tiene una peligrosa tendencia a mirarse el ombligo. Parece que en eso se parece bastante a otras sociedades tan provincianas y paletas como ella: Francia y Reino Unido. O Estados asociados como Baviera (donde sus ciudadanos practican la vulgar costumbre de disfrazarse de bávaros). Podríamos sumarle Finlandia, un país también muy provinciano (y pequeño, que diría Rajoy) donde al lado de la manía de hablar finés, hablan como si se tratara de su lengua materna el inglés y cuidan primorosamente el sueco, que habla el 5% de su población.
Pero hubo una época en que Cataluña no fue tan provinciana. Nos lo volvió a recordar hace poco Mario Vargas Llosa. Evocó que Barcelona era el no va más del cosmopolitismo.
Les relato un ejemplo de ese deslumbrante cosmopolitismo de los años setenta. Estaba yo por esos años en un bareto de la calle del Conde del Asalto con Ramblas. Mientras me pasaba como podía un bistec ruso con patatas, en la televisión emitían un programa de sucesos. El presentador (por llamarle de alguna manera) cantaba los teléfonos al que los telespectadores debían llamar en caso de identificar algunas de las fotos de los delincuentes que salían en pantalla. Mi sorpresa, o mi terror, fue observar la prontitud que puso un comensal vecino para registrar en una servilleta esos números.
Algún día tendrá que explicar el escritor el porqué de su obsesión antinacionalista
Y ya que menciono a Vargas Llosa, no voy a dejar de comentar un artículo suyo de opinión, en este mismo diario hace unos domingos. Versaba sobre el nacionalismo catalán, basándose en otra pieza de Javier Cercas sobre el no derecho de nadie a decidir sobre nada, los impuestos y los semáforos.
Soy un lector incondicional del escritor peruano (como también de Cercas), tanto de su ficción como de sus trabajos sobre la ficción. Discrepo a menudo de sus reflexiones sobre política. Pero nunca un artículo suyo me produjo tanta lástima y miedo como el que comento.
Lástima, por su bajísima calidad argumental (todo lo contrario del de Cercas) Y miedo, por esa apelación casi cuartelera a combatir los nacionalismos, sobre todo el catalán. (Algún día tendrá que explicar Vargas Llosa el porqué de su obsesión antinacionalista y a la vez su fascinación por el héroe nacionalista de la independencia irlandesa expresada en su novela El sueño del celta).
Ayer en La Cuarta Página, se alertaba sobre una de las incertidumbres que habría que despejar: ¿Quiere Cataluña ser independiente o antes una sociedad abierta?, se interrogaba su autor. La exigencia de sociedad abierta aplicada a Cataluña es una variación de lo mismo: como parece que no lo es bastante abierta, mejor que deje la independencia para otro día y se ponga a ser menos cerrada.
Pero, además, sobre Cataluña se ciernen otros peligros. Ahora hay que tener cuidado con su exaltación colectiva. Su emocionalidad exacerbada reñida con la razón. Los universalistas ya no equiparan burdamente a Artur Mas con Hitler. Ahora se avisa con impecable sofisticación cultural del peligro de nazificación y totalitarismo que se esconde detrás de la estética bullanguera, de la chusma “tribarrada”, aunque a la vez se nos tranquiliza con la correctora intervención de la democracia. La de Rajoy, Bono o Rosa Díez. Tanto monta, monta tanto.
J. Ernesto Ayala-Dip es crítico literario.
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