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En el nuevo curso veremos varias y graves consecuencias de la filosofía judicial regresiva que propicia el Gobierno
Con el descalabro olímpico se acabaron los espejismos del letargo estival. Hay que volver a lo de siempre. Volver al bochorno indignado ante la inacabable corrupción, al tedio insuperable ante tantos vacíos discursos repetitivos, volver al temor por lo que harán y lo que dejarán de hacer nuestros gobernantes de Berlín, Madrid y Barcelona. Y ellos, a su vez, volverán a sus recortes, a sus desmantelamientos del Estado social, y a sus clásicas reformas legales regresivas. De estas, las más baratas, expeditivas y sonoras son las reformas jurídico-penales, con su histórica filosofía regresiva, ahora ya sin complejos.
Cabría señalar, al menos, cinco puntos definitorios de esta filosofía. El primero sería la espiral de populismo represivo. Lo primordial es remover el desencanto con el miedo, que es esencialmente inmovilizante y conservador. Una adecuada promoción de la sensación de inseguridad estimula la demanda de protección. No es una coincidencia casual que, según el CIS (abril de 2013) las instituciones mejor valoradas son la policía y la Guardia Civil, aunque al ministro del ramo le suspenden en su gestión, y está entre los menos conocidos por los entrevistados.
Una adecuada promoción de la sensación de inseguridad estimula la demanda de protección
La valoración del CIS sólo indica, evidentemente, que la gente quiere seguridad. A esta real demanda de seguridad, artificiosamente potenciada, se responde en la reforma penal con un aumento de las penas, y por lo tanto de los presos, sin un proporcional incremento de los recursos y el personal judicial y penitenciario. Si esto prospera, está servida la degradación del sistema penal en su conjunto. Y su ineficacia, que pronto abonará nuevas peticiones de severidad. La espiral del populismo represivo siempre necesitará otra vuelta de tuerca.
Un segundo punto, conectado con el anterior, podría ser la batería de nuevos delitos para reprimir el previsible aumento de las protestas sociales, justas aunque a veces incómodas. Pero todos sabemos que, en la práctica, ese aumento de la represión de las protestas sociales no podrá ejecutarse sin crispar la justa indignación cívica, añadir perturbación, e invadir peligrosamente los derechos constitucionales de expresión y manifestación.
Un tercer punto de esa misma filosofía podríamos encontrarlo en la dosis de ideología ultraconservadora en grado puro que se anuncia con la reforma de la ley del aborto. La apisonadora de la mayoría absoluta promete legislar de acuerdo con el más rancio nacional-catolicismo. Estaba en el programa, desde hace siglos. A nadie engañaron el gobierno ni los obispos, que, junto con los políticos, según el CIS, comparten los peores puestos de prestigio público.
Uno de los elementos más llamativos de la reforma proyectada es el relativo a la corrupción. No es exagerado calificar su tratamiento como demagogia legislativa difusa. Por una parte, la tardía ley de transparencia sigue su gestación, lenta, insuficiente y contradictoria. Por otra, anuncian nuevos delitos casi inaplicables por su complejidad. Luego pensaron aumentar las penas a los corruptos. Después se desdicen, contradicen y autoenmiendan. Y ahora redescubren el cohecho impropio, el de los trajes de Camps, delito que está en nuestras leyes penales desde 1870, breve, claro y casi inaplicado.
No hacen falta esas reformas, ni esas mayores severidades. Basta y sobra con las leyes vigentes. Sólo falta que se apliquen siempre con igual rigor.
Aquí radica el quinto y último punto de la histórica filosofía regresiva. Alaya, Ruz, Castro, antes desconocidos, hoy son admirados. Pero sólo son, como tantos otros, modestos y esforzados jueces de instrucción. No son la totalidad del aparato judicial. Este tiene dos varas de medir, según opinión muy mayoritaria, recogida por el CIS. Es difícil desmentirlo cuando se acaba de saber, con perplejidad, que Castro podría perder la competencia en el caso Urdangarín, al socaire de vericuetos de competencias y conexidades discutibles. Y más aun porque no deberíamos olvidar que, ante el Supremo, Naseiro no fue condenado, pese a que nunca mereció la absolución, y Garzón no fue absuelto, pese a que nunca mereció una condena.
José María Mena es exfiscal jefe del Tribunal Superior de Justicia de Cataluña.
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