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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Junta general de estafados

Una revuelta de damnificados es la imagen más ilustrativa que proyectó la junta general de accionistas de Bankia

Una revuelta de damnificados es la imagen más ilustrativa que proyectó la junta general de accionistas de Bankia, celebrada el martes pasado en el Palacio de Congresos de Valencia. Se trataron allí, obviamente, asuntos de calado económico atinentes al presente y futuro de la entidad, pero la temperatura y la noticia se condensaron en las intervenciones de los titulares de acciones preferentes, obligaciones subordinadas y otros productos financieros que, en su inmensa mayoría, adquirieron porque fueron embaucados o abusaron de su buena fe y ahora han perdido casi todo el capital que invirtieron y no pocos de ellos, además, están sumidos en la ruina. No ha de extrañarnos que la rabia y la hostilidad verbal desplegadas por las víctimas se correspondiesen con la enormidad del engaño, que alguien describió como la mayor estafa de la historia de España. Ahí es nada.

A la vista de su dimensión social y económica, este fenómeno —decimos de los aludidos accionistas estafados— es equiparable al del desempleo, pues al parecer hay pocas familias y círculos de amistades que no tengan a uno o más de sus componentes enredado en esta trapisonda bancaria. Con unas diferencias: el paro no se puede ocultar ni es vergonzante, pues tiene los visos de una epidemia ante la que han fracasado todas las previsiones y su remedio trasciende en buena parte los recursos humanos y materiales del país, dependiendo del albur y de la coyuntura. El engaño que glosamos, en cambio, agobia a la víctima, sorprendida en su buena fe, y tiene unos culpables identificados y escandalosamente impunes, por el momento al menos, y ante el cual han fracasado todas las instancias supervisoras. Mucha carne de trullo anda suelta.

De ahí, creemos, la indignación y acritud que destilaron los engañados en la junta general que glosamos, esa pantomima de democracia y remedo de transparencia que limitaba a tres minutos la intervención de cada iracundo orador, un instante harto escaso para describir los perjuicios padecidos y mentar siquiera a los progenitores de los verdaderos culpables. Tal fue el pírrico desahogo que les quedaba a quienes se avezaron —y fueron la tira— a perorar ante las efigies que presidían esa ceremonia nutrida de cinismo e impotencia. ¿Acaso tenía otra opción el envarado presidente de la nueva entidad, José Ignacio Goirigolzarri, gorigori para los soliviantados? La verdad es que aguantó el chaparrón verbal sin descomponerse. Mucho oficio.

Me gustaría imaginar un desenlace decente para este enredo y complacer así a los lectores, parientes y amigos que se dejaron seducir por discursos persuasivos que no entendieron y en esta aventura han perdido lo propio y hasta lo ajeno. Como poco —y eso es positivo— habrán aprendido que los pequeños ahorradores lo tienen crudo en un país, como este, saturado todavía de ladrones y arribistas favorecidos por una justicia que persigue de lejos o nunca el delito de cuello blanco. Perder también enseña.

Y, para cerrar esta nota, un pie para una foto publicada estos días. La del diputado Rafael Blasco en su nuevo escaño de las Cortes, situado en la periferia de los que ocupa su grupo. Ahora tendrá tiempo y oportunidad para reflexionar sobre la observación del sabio naturalista Alexander van Humboldt que, contemplando el mundo animal, escribía “la ternura rara vez está ligada al poder”. El exconseller, que tanto lo ha ejercido, debe de saberlo por activa y, ahora, por pasiva.

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