Estética de la burbuja
Hace décadas que Barcelona no existe y por eso le han puesto al fin un alcalde que tampoco existe
Es en las películas de vampiros donde mejor se retrata el carácter histórico de las clases medias. La burguesía viajera enfrentándose a una aristocracia secular, tiránica, depravada. Pero ese enfrentamiento, que pudiera parecer audaz, en el fondo es miserable. Esto sale explicado de forma explícita en la producción de la Hammer El poder de la sangre de Drácula. Ahí la ambición disfrazada de osadía tienta a unos honorables caballeros; pero llegada hora de la verdad, en el momento decisivo de ensuciarse el macferlán con sangre inmortal, su atrevimiento resulta mezquino, sólo alcanza a la traición y acaban cargándose a quien ha querido seducirles. Entonces es cuando empieza en serio la película: resucita el viejo miedo, el terror ante la venganza del noble. A Barcelona también se la cargaron las clases biempensantes cuando la ciudad, en tiempos de Anarcoma, las tentó con una sangre misteriosa que llegaba de todas partes. Ya hace décadas que Barcelona es una ciudad que no existe y por eso le han puesto al fin un alcalde que tampoco existe. Como mucho, Barcelona se ha quedado en el nombre de un equipo del fútbol; eso, sí, que ha llegado a ser el mejor del mundo, según dicen los que saben de eso (cada vez que empieza la liga me propongo seguir algún equipo para ver si esta vez me gusta el fútbol, lo he probado hasta con el Calvo Sotelo, que jugó mucho tiempo en segunda).
Barcelona, sometida tanto tiempo a la ética de la burbuja, ha desarrollado su estética de la burbuja
Barcelona llegó a tener en el Paral·lel, la más creativa de sus calles, una delegación oficial de Studio54; pero su lugar lo acabaría ocupando una sala de la SGAE de cuando Teddy Bautista, acto que se celebró a bombo y platillo con presencia de nuestras autoridades. En ese sentido creo que no existe Barcelona. Pasando de la fiebre del sábado noche al chico en la burbuja de plástico, la ciudad ha recorrido el camino inverso al de John Travolta. A eso también se le dice ir para atrás. El chico que vive dentro de una burbuja de plástico, a estas alturas, ya somos todos, excepto los de la PAH, que, unos a la fuerza y otros por solidaridad, están siempre en la calle (y bien que hacen). El Sónar, que se celebró hace unos días, es otra burbuja de plástico (quizá sea necesario aislarse así para poder seguir viviendo). Con el Sónar pasa como con los pisos en Barcelona, que mayoritariamente se lo puede pagar un público extranjero. De este modo, coinciden dos tipos diferentes de burbuja, aunque, ya lo observó Paracelso, macrocosmos y microcosmos se reflejan el uno en el otro. Barcelona es un Zara. Unas escaleras mecánicas con careta de ciudad. Una marca, un nombre escrito en miles de bolsas, un sello que puede encontrarse de la misma manera en cualquier parte del mundo, y un trasfondo de miseria, de niños que cosen en talleres o de niños que van sin comer al colegio (esta última noticia me recordó la vieja canción de los Asfalto, la de Días de escuela, cuando decía "la leche en polvo y el queso americano", pero ellos se referían a los colegios del franquismo).
Va uno por la calle cantando para sí las canciones de rock que se sabe de siempre. El rock fue nuestra burbuja y también nos estalló en la cara. En mi barrio, por ejemplo, nos pusieron una Mina antipersonas, y la pisamos todos. Los primeros, quienes les tocó vivir allí dentro. A su manera, la Mina es otra burbuja, pero no está hecha de aire, es una burbuja de realidad en medio de una ciudad que no existe. De repente se acuerda uno, quizá por algo que ha visto, de una canción de Leño o de la Trapera y de golpe el recuerdo es sustituido por la noticia de la muerte de alguien que admiras. Esta semana misma, la de Fernando Poblet (fue un gran escritor, casi todo lo hizo para la radio, su única condición fue la condición humana). Poco antes, Constantino Romero. Y antes Curtis Garland. No sé. Es la gente de la radio, de la televisión, de los tebeos, de los quioscos. Y uno viene de ahí. De lo que había en casa: un aparato encendido, un periódico abierto, los tebeos de la barbería. El profesor Valverde repetía que no hay ética sin estética, y creo que eso he tardado en asumirlo una barbaridad de tiempo, es decir, he necesitado empezar a envejecer (madurar es un eufemismo, el ser humano no madura nunca, se pudre directamente).
Fernando Poblet era una estética: el existencialismo, el descreído, el que ha llegado viejo a los tiempos modernos y sabe que la mayor es falsa, que nunca ha habido ni jamás habrá tiempos modernos, que lo moderno nunca dura tanto como para crear tiempo. Constantino Romero era una estética: la educación, la pulcritud de quien las ha necesitado a espuertas para salir adelante, para escapar de las monjas de Sisante, de la pobreza, del carnicero que de algún modo va a volver a encontrarse haciendo Sweeney Todd. Curtis Garland era una estética: la cordialidad cuando toca perder, el renunciar a su nombre en cada una de sus dos mil novelas, el aceptar que la literatura está ahí afuera, que cuando no hay posibles todo está ahí afuera empezando por la verdad, que incluso las burbujas están ahí afuera (sobre todo las de Freixenet). Y todas esas estéticas nos van calando moralmente. Nos hacen mejores, por decirlo en autoayuda. Uno quiere ser lo que ha visto. Se es ético primero por los ojos, lo llevamos grabado muy adentro. En un acto de suprema solidaridad interclase, los monos del zoo nos lo recuerdan cada vez que nos ven pasar.
Barcelona, sometida tanto tiempo a la ética de la burbuja, ha desarrollado su estética de la burbuja. Me refiero a todo lo dicho, que queda artísticamente plasmado en la burbujeante fachada del hotel Ohla, en Via Laietana con Comtal, lo que era Casa Vilardell. Barcelona no existe. Vivimos en el desierto como los tuaregs (a ellos les llaman los hombres azules, y aquí se homenajea divisiones azules).
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.