Europa como problema y como solución
Tenemos mercado único, moneda común, pero desigualdad a espuertas. Con esa Europa no avanzamos
Paso a paso vamos viendo que el escenario en el que vivimos, nos reproducimos y transitamos, nunca volverá a ser el mismo que trabajosamente se construyó en Europa tras la Segunda Guerra Mundial. La gran tensión generada por un mercado que, si bien permitía gestionar a gran escala demandas, necesidades, producción y precios, provocaba situaciones de desigualdad extrema, condujo, tras el duro aprendizaje de los conflictos armados, a un pacto entre capital y trabajo que fundó lo que conocemos como estados del bienestar. En el escenario de la Europa Occidental, ello condujo a 30 años de equilibrio entre competitividad capitalista y redistribución de riqueza, que solo ahora empezamos a ver en toda su excepcionalidad, y no como un escalón más de la mejora universal de la condición humana. En España es ello aún más dramático, porque se llegó con retraso y sin tener una base sólida de enraizamiento democrático. Mientras los demás, a partir de finales de los 70, reformaban y modulaban para mantener en lo posible los equilibrios sociales conseguidos, aquí empezábamos a recuperar el tiempo perdido. Criticábamos las distorsiones que genera el burocratismo en la gestión de lo público, y ahora nos damos cuenta que sin las garantías de lo público aún estaríamos peor.
Todos sabemos que la construcción europea se fundamentó más en la esperanza de los resultados que en una estrategia de identidad compartida que hacía aguas por todas partes, tras siglos de enfrentamiento. Era mucho mejor empezar por el carbón y el acero que por dilucidar qué era ser europeo. Son pocos los que recuerdan que la Unión Europea de hoy era —y en muchos casos sigue siendo— un simple Mercado Común. No tiene nada que ver la construcción europea con lo que fue el nacimiento de los EE UU. Lo de Europa es de nota. Decenas de lenguas, conflictos que se van transmitiendo de padres a hijos, miles de heridas que se rememoran y que fundamentan naciones. Como resume Umberto Eco, la lengua de Europa es la traducción. Y es desde ese escenario de diversidad estructural, de economicismo y de ortodoxia mercantil desde el que ahora reclamamos que se resuelvan temas que los estados no pueden resolver, capturados como están por fondos de inversión y por una deuda pública que no para de crecer por la evasión y elusión fiscal de los que tienen recursos para hacerlo.
Pero el problema es que ni con la Europa actual podremos encontrar salida al derrumbe de las lógicas que permitieron crear los estados de bienestar en 1945, ni sin Europa será posible ir más allá del resistencialismo autárquico. La Europa actual está pensada para no responder a lógicas democráticas. No le preocupa desigualdad alguna que no tenga que ver con lo que el mercado considera necesario para su funcionamiento. Es decir, la Unión Europea actúa ante cualquier disposición nacional que perjudique la competencia, que genere discriminación, que provoque distorsiones en la igualdad de acceso al mercado y a la libre concurrencia. Esa es su igualdad. Nada que ver con lo que dice el artículo 9.2 de la Constitución Española, que fue copiado del constitucionalismo de la postguerra mundial: “Corresponde a los poderes públicos promover las condiciones para que la libertad y la igualdad… sean reales y efectivas, remover los obstáculos que [lo] impidan”. En los Estados se habla de esa igualdad, en la Unión Europea de la igualdad de mercado.
La Europa actual está pensada para no responder a lógicas democráticas. No le preocupa desigualdad alguna que no tenga que ver con lo que el mercado
En la Unión Europea se manda mirando solo a lo que el mercado exige, cumpliendo así sus bases fundacionales. Pero, los efectos de esa lógica en los países democráticos que la componen, erosionan y pervierten la democracia formalmente existente. En la tesis doctoral de Clara Marquet recién presentada, se leía que el ministro socialista Guy Mollet, propuso en 1956 la armonización previa de las legislaciones sociales y fiscales como condición anterior a la integración en los mercados. El Informe Ohlin elaborado por un grupo de economistas, defendió la tesis contraria: la igualación de las políticas sociales no era necesaria, ya que el mercado único provocaría tal aumento de la productividad, que revertiría automáticamente en una elevación progresiva e igualitaria del nivel de vida. Así lo recogió Spaak y se fundó la CEE en 1957. Tenemos mercado único, moneda común, pero desigualdad a espuertas, y cada vez hay más gente que deja de pagar sus impuestos. Con esa Europa no avanzamos, pero sin una nueva Europa tampoco.
Joan Subirats es catedrático de ciencia política de la UAB.
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