Invisibles y olvidados (Alpha Pam)
Existe la miseria que es una herida abierta sobre las conciencias de quienes mandan, recortan y tanto poseen
En la cola del supermercado una mujer mayor abre casi en secreto el puño donde oculta, con dignidad, el tesoro diario de su miseria, dos euros y medio, en monedas pequeñas. Muestra la mano a la cajera que echa cuentas y aparta de su compra la mitad del menú básico que esa ciudadana eligió.
Ambas no se cruzan palabra porque la situación es habitual. La escena se repite: gente que ha de renunciar a parte de su bolsa de alimentación, tras lentos paseos entre estantes, mirando precios y calculando el ahorro, buscando la oferta y la marca blanca que invade el paisaje del consumo. Nunca hasta ahora fueron tan visibles los precios y la apología de las baraturas.
En la máquina registradora del súper invitan al consumidor a la operación kilo de solidaridad. Entre la publicidad de tarjetas y cestas antiplástico, hay notas de gente que se ofrecen para cuidar mayores, jornaleras, apaños o clases de repaso. Otros intercambian horas de su oficio por otra prestación. Es la economía de trueque, sin dinero.
Presupuestos sin freno para infraestructuras megalómanas
En la puerta de la tienda, en la nube caliente que suelta la maquinaria frigorífica, un hombre de una edad indeterminada por su derrota y la mirada dolorida susurra, coloca la mano entreabierta, untuosa, curtida por el sol y el frío. Es quien duerme en la entrada de la caja de ahorros. Antes de tumbarse sobre dos cartones hurga en los desechos comestibles de la basura del gran colmado.
Las escenas de esa realidad urbana y periférica, son algunas de las arrugas del cuerpo olvidado de la crudeza que la crisis-tsunami se esparce en miles de puntos de las islas. Es un collar incómodo, habitual, en un paisaje de fondo repujado o batido a cobre, que no se borra.
Existe la miseria como una herida abierta sobre las conciencias de quienes mandan, recortan y tanto poseen. Pero casi nada modificará el estado de desamparo humano, la condena de los que fracasan, atrapados por el entorno que no pueden controlar desde que se dictó la desmesura.
En el vértigo del ascenso y la bonanza nadie meditó sobre qué había alrededor, qué pasaría con aquellos que no podían seguir el paso y caían del tren de la normalidad. Los presupuestos sin freno de infraestructuras megalómanas (multitud) aplastaron a un tercio de la población ahora encadenado a la pobreza, a un destino que no pudo elegir.
El panorama se sedimenta con apisonadoras. Las clases quedan identificadas por su posición, en la nata evanescente de la frivolidad o en el polvo subalterno que nadie quiere ver. Asalariados, pensionistas, parados protegidos, van quedando desconectados del paraíso del Estado de bienestar.
Sueldos recortados, prestaciones podadas, vacíos en servicios sociales
Sueldos recortados, pagas extras esfumadas, prestaciones habituales podadas en sanidad, medicamentos más caros, educación sin profesores, menos transportes. Vacío en los servicios sociales. Y la cultura, que es el placer y las emociones de la inteligencia, resulta el primer bien social que el poder desecha.
Esos días, a veces, la muerte de los miserables se despeña en las portadas de los diarios o queda sepultada en la explosión criminal de los sucesos. Alpha Pam, por ejemplo, será ejemplo en la memoria inevitable. Recordará la decisión de excluir al miserable, diferente, al veto en los servicios asistenciales universales.
Alpha Pam, 28 años, Senegal, ocho años en España, es una bandera contra los recortes. Muerto ensangrentado en una escalera de su casa comunal de Santa Margalida, tuberculoso ignorado, marginado en la sanidad oficial, menos por los médicos solidarios del ambulatorio de Can Picafort —su Ayuntamiento a posteriori— y periodistas de creencias.
Sin papeles, pero con Facebook, Alpha Pam será una referencia por vindicar la dignidad, un caso con causa. Los graves dramas suelen digerirse en soledad, se cocinan en su miedo. Las víctimas protagonistas son secundarias para el relato de una autoridad extendida en desmesura, por encima de los detalles y, quizá, determinados sentimientos humanos.
Los sin nombre, solitarios, indigentes, desahuciados, en los márgenes la sociedad, mueren inanes, solos en las esquinas de sus chabolas, en sus pisos, sin familia ni noticia que explique quién era y qué fue de ellos, más allá de las anécdotas amarillas.
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