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Tribuna
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La guerra eterna de los asesinos de mujeres

La pena y el dolor por todos los asesinatos me incendian el alma

En el día de ayer hubo una muerte en Londres, presuntamente a manos del terrorismo islámico. En las pasadas 36 horas tres mujeres han muerto en España – Córdoba, Llodio y León a manos de sus parejas o compañeros, presumiblemente, por tanto, por actuación del terrorismo machista. Sin embargo sólo existe un evidente conflicto internacional y no, no es el alarmante goteo diario de agresiones y asesinatos machistas, sino que se refiere única y exclusivamente al del militar británico asesinado en plena calle. Se habla de alarma y alerta en Europa, incluso a nivel mundial. Se especula con que los autores del asesinato de Londres querían comenzar incluso una guerra. Alarma, emergencia, rugir de teléfonos y comunicaciones entre las agencias de seguridad, nacionales e internacionales. Se toman medidas - urgentes, extraordinarias, definitivas - para proteger a la población en riesgo, que, según se los expertos, son las personas, las calles, los monumentos, y demás lugares de los países que son potencias europeas y occidentales.

Ayer la pena y el dolor por todos los asesinatos que he citado me incendiaban el alma. Hoy también lo hacen, hasta oscurecer incluso la visión esperanzadora que siempre he tenido sobre una sociedad cada vez más justa, más pacífica y más igualitaria, la sociedad de futuro por la que trabajo, por la que lucho, por la que me ilusiono todos los días, sin flaquear. Pero ayer y hoy tengo también una sensación de rechazo y vergüenza extrema. Porque ante una drama igual, uno y tres muertas por razón de la intolerancia y el crimen, cabe plantearse si es igual, o siquiera parecido, la alarma y gravedad con que los poderes públicos nacionales e internacionales, y la propia sociedad mundial, trata los asesinatos radicales de hombres y los crímenes injustos de mujeres. No se trata pues en este artículo urgente de hablar de las medidas reguladoras que pretenden reaccionar contra esta inaceptable violación de los derechos de las personas que son mujeres. No se trata de proteger a las mujeres en sus derechos: a la vida, a la integridad física y moral, a la dignidad, a la libertad y a la igualdad. Son muchas las medidas y desde diferentes niveles institucionales y sociales. No, no hablo de eso. Se trata, con dolor profundo en mi corazón democrático, de decir, bien alto y claro, que esas medidas no son suficientes. Ni siquiera bastantes. El asunto es más grave y lacerante. Porque el problema es otro, y está en que los desprecios, ataques, insultos, violaciones y asesinatos de mujeres se producen todos los días, a todas horas, cada minuto y segundo. En todos los lugares del mundo. Y pesar de ello, esas vulneraciones de derechos milenarias no son iguales que las que son sufridas por los hombres. ¿Por qué? Sencillamente, porque son mujeres, y porque las mujeres - en el imaginario social mundial – son consideradas inferiores a los hombres. Es así porque la cultura machista de la desigualdad, impuesta en todas las culturas aunque con diversas graduaciones, sigue primando a unos sobre las otras. Desde ponerte un burkha para negarte hasta pagarte un sueldo inferior para minusvalorarte, pasando por el insulto, la desconsideración, el trato desigual, la torta, el empujón, la cuchillada que hiere o la que mata.

Esta desigualdad vergonzante se ha visto reflejada de forma notoria en el tratamiento y reacción ante los asesinatos de las últimas horas: tres mujeres y del hombre, siendo el autor un terrorismo igual de violento: el integrista radical y el machista insoportable. Una desigualdad hiriente, firmemente anclada en los pilares de nuestra organización social y de la propia concepción del mundo que entiende que el centro del universo, el sujeto protagonista de todas las cosas, es el hombre. A consecuencia de esto, las relaciones humanas entre hombres y mujeres se definen desde la subordinación de las segundas ante los primeros. Y por eso la violencia contra las mujeres aparece así como la expresión final de ese poder superior del varón frente a la mujer; que fue, ha sido, es y será la última ratio de todo acto de violencia machista.

Sólo logrando que, cada vez que nace una niña, ésta pueda saber que el futuro es tan suyo y tan pleno como el de un niño, que es soberana incuestionable de su propia vida, podremos asegurar que esa niña no será una víctima, no ya insultada, marginada, discriminada maltratada, violada, sino incluso asesinada por un hombre.

Y mientras tanto, habrá victimas de primer y segundo grado ante los violentos sectarios e intolerantes. Ante la injusticia. Porque sí, los asesinos son iguales, pero las víctimas no. Unas, para su desgracia, son solamente mujeres.

Una pena insoportable.

Rafaela Romero es portavoz del grupo juntero PSE-EE de Gipuzkoa y presidenta de la Comisión de Igualdad, Derechos Humanos y Memoria Histórica de las Juntas Generales de este territorio.

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