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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

También era política

En dos años la fuerza de la indignación se ha dispersado en propuestas de resistencia muy saludables y muy esperanzadoras

Mayo del 68 en París, por comenzar hablando de mitos, repartió emoción y conmoción a partes iguales: emoción para aquellos ciudadanos que veían en la protesta un buen principio de regeneración de la vida política y la vida social (moral, intelectual, cultural, etc.); conmoción para aquellos ciudadanos que, o bien tenían el poder, o bien deseaban tenerlo en las mismas condiciones. Aún se discute sobre la naturaleza y el alcance de esa utopía transformada en guerrilla urbana y elevada a la categoría de mito (es decir, de fetiche que acariciar en momentos de zozobra, o de arma arrojadiza intergeneracional e interclasista).

Cuando la protesta cesó, el dinosaurio todavía estaba allí. De hecho, se suele decir con maldad que mayo del 68 sirvió fundamentalmente para dos cosas: uno, para afianzar el régimen del general De Gaulle y, dos, para que el Boulevard Saint-Michel sustituyera el empedrado decimonónico por un asfalto imposible de levantar. Obviamente, es una maldad. Y, de paso, directamente una vulgar mentira, por mucho que Vargas Llosa haya ganado el Premio Nobel.

¿Y si mayo del 68 no hubiera existido? Como en casi todo, las ausencias no tienen el mismo estatuto que las discrepancias, y aun la disensión es más aconsejable que el vacío.

Se cumplen dos años desde que el 15-M sorprendiera a todos con una multitudinaria manifestación y un campamento improvisado en infinidad de plazas del país. ¿Dos años y qué hemos conseguido? Haciendo un símil (porque incluso los mitos se pueden comparar) podríamos afirmar que, una semana después de la gran manifestación de 2011, la derecha barrió a la izquierda en prácticamente toda España. Igual que Francia continuó con De Gaulle tras desmontar las barricadas de la Sorbonne. De modo que hay quien afirma que la indignación fue el preámbulo de la derecha, y paradójicamente su mejor aliada.

¿Sirvió el 15-M para infiltrar en la ciudadanía el virus de la abstención? ¿Puso el 15-M en bandeja el poder al Partido Popular? ¿Fueron las protestas del 68 y de 2011 los anticuerpos que activaron los aparatos de control del Estado y que afianzaron a la derecha más autoritaria?

En mi opinión, no. Es más, absolutamente no. Y hay que ser muy miope (o muy apasionado), para confundir síntoma con causa, o malestar ciudadano con virus conservador (o protesta con atentado, querida Cospedal).

El 15-M fue un síntoma, más que de agotamiento, de hartazgo. Y perdón por la obviedad, pero desde la izquierda hay quien se empeña en purgar todos los males en un mismo acontecimiento (primer error), y en un acontecimiento que además protagonizó la ciudadanía (segundo error). Y acabar con los síntomas, como se sabe, no equivale a acabar con los males.

Ni nació como movimiento definido (es su mejor defensa, puesto que no pudieron clasificarlo, conceptualizarlo y, en consecuencia, deslegitimarlo), ni con un programa de reformas detallado (es su peor contrapartida, pues el diálogo se convierte a menudo en monólogos sucesivos). Pero en dos años la fuerza de la indignación se ha dispersado en propuestas de resistencia muy saludables y muy esperanzadoras. El ejemplo más claro es el de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, que, a pesar de ser anterior al 15-M, conecta con todo ese imaginario de lucha pacífica y ciudadana.

Es triste que ese ejemplo de la PAH no sea, por un lado, tan extendido entre los movimientos ciudadanos ni, por otro lado, tan aceptado entre los círculos políticos (aún resulta vergonzoso observar cómo la derecha pervirtió la Iniciativa Legislativa Popular que presentó la propia PAH en el Congreso de los Diputados, y que finalmente retiró ante una burda maniobra de secuestro legislativo).

Está todo por hacer, lamentablemente. Las esferas de la política institucional y la política ciudadana parecen no acercarse, y debieran empezar a reconocer unos y otros espacios mutuos de colaboración. Las instituciones son sagradas, ciertamente. Pero la calle también hace política, que nadie se olvide.

En este reconocimiento solo cabe esperanza en la izquierda (o en la izquierda menos cobarde). Los partidos de izquierdas deben empezar a autorizar a toda esa reivindicación organizada, y a legitimar sus discursos, sin concesiones altruistas pero sin complejos burocráticos. Más allá del asociacionismo tradicional, la política debe considerar válida (y saludable) la aportación de todo ese caudal de indignados (y comprometidos). La disensión nos hace avanzar. El vacío, en cambio, repetirnos.

Por su parte, la marea ciudadana debería abandonar muchas simplezas de sus eslóganes y pensar a lo grande. La indignación no es suficiente. La nostalgia es paralizante. Señalar los males no significa construir un país. Y corear generalidades confunde, más que aclara. Slavoj Zizek amenazaba con el silencio, pero servía de alerta contra las respuestas prematuras; dudo que fuera conveniente una estrategia de perpetuación de la nada. Zygmunt Bauman condenaba la sentimentalización del movimiento, y acusaba la falta de pensamiento. En efecto, todo movimiento voluntarista y acrítico es un peligro, pero ¿lo es el 15-M hoy en día? ¿Cuándo será capaz de distinguir la buena política de la política tóxica?

Han pasado dos años desde las acampadas. De un lado y de otro ya debieran haber indicios de reconocimiento y de legitimación de espacios comunes. Es el momento (desde hace mucho), y además es urgente. La derecha está sustituyendo el empedrado de la Sorbonne por asfalto. Es más, hasta la Sorbonne está siendo cubierta de alquitrán para que toda resistencia sea imposible. Ni organizada, ni espontánea. Nada.

José Martínez Rubio es investigador en la Universitat de València y secretario de Universidades del PSPV-PSOE en Valencia

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