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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Lo superfluo toma el mando

La coreografía nerviosa del Consell adquiere rango de discurso político

Miquel Alberola

Los plenos del Gobierno valenciano resultan cada vez más prescindibles. Y puede que a ese ritmo acabe sobrando hasta el propio Ejecutivo. No hay nada suculento que aprobar desde hace mucho tiempo. No hay dinero ni tampoco abundan las ideas para disimular esa restrictiva realidad. La reunión semanal del Consell ya solo se limita a la aprobación de convenios y a la solemnización de la mecanografía burocrática. Es un síntoma del coma político en el que está atrapado el Gobierno en mitad de una legislatura en la que ningún experto aprecia perspectivas de una mejora económica que redunde en su revitalización.

En ese punto, el principal acto del pleno es la comparecencia posterior del vicepresidente del Consell, José Ciscar, convertido en el sufrido frontón que absorbe los impactos de los interrogantes que estallan en su ceño sin que fluctúe en su hermetismo. Bajo los palos, su angustia mediática resulta mucho más locuaz que su esquivo verbo. Tan saltando entre el ser y la nada que hubiese conmovido al mismo Kierkegaard y sus formalidades vacías. Porque cuando falla lo sustantivo, lo superfluo toma el mando. La coreografía se adueña del énfasis y acaba dirigiendo la obra. Y ese es el asunto.

La expresión torturada de Ciscar, ahora sometida al pim-pam-pum de los cronistas deportivos, es un certero cuadro clínico del Gobierno. La clave por la que el Consell se vuelve itinerante excretado por su propio vacío y torea en plazas portátiles. La razón por la que la cuadrilla de consejeros hace paseíllos por la Comunidad Valenciana saltándose la austeridad a la torera, con toda la reata de carrozas y adjuntos, para representar ese teatrillo fofo por las plazas de los pueblos.

Y en esa deriva, el presidente se aferra a la agenda de un director general en su visita a montepíos, cofradías y gremios para figurar dinamismo. O surge una consejera que, tomando las Grutas de San José por el Támesis, se toca de Margaret Thatcher y busca desesperadamente unas Malvinas sobre las que hacer pie. O retoña el elocuente Serafín Castellano poniendo rimbombancia al hueco con un tocho sobre paráfrasis estatutarias de abreviado interés, mientras masca el rechupado e insípido chicle de las señas de identidad, que, como The New York Times al otro Fabra, a los valencianos encuestados por el CIS se las traen al pairo. O Máximo Buch bebe de la botella medio llena en medio del desierto y pontifica dichoso sobre la inminente salida de la crisis de la Comunidad Valenciana como si fuera un cabalístico Paul Krugman de cooperativa.

Mientras tanto, en medio de este desbarajuste tan polifónico, al Consell le revientan incluso los frentes que ya creía cerrados, como el accidente del metro, que no solo le pone el foco a Juan Cotino en el epicentro del mangoneo más repugnante, sino que incide en cómo se desentendió el antecesor de Fabra de uno de los siniestros ferroviarios urbanos más graves de Europa y despreció a las víctimas y sus familiares como nunca se había dado el caso en ninguna parte del mundo civilizado. No fue responsabilidad de Fabra, pero le pasa factura por no haber hecho borrón y cuenta nueva en el partido. El gesto del último pleno del Consell, en el que acordó llevar toda la documentación del accidente a la fiscalía, solo fue otro gesto sin consecuencias. Como el que tuvo al ser designado presidente al decir, a preguntas de este periódico, que se iba a reunir con las víctimas. Como todos los que surgen de una chistera en la que ya es imposible rebañar nada. Es solo coreografía nerviosa que toma cuerpo de discurso.

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Sobre la firma

Miquel Alberola
Forma parte de la redacción de EL PAÍS desde 1995, en la que, entre otros cometidos, ha sido corresponsal en el Congreso de los Diputados, el Senado y la Casa del Rey en los años de congestión institucional y moción de censura. Fue delegado del periódico en la Comunidad Valenciana y, antes, subdirector del semanario El Temps.

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