Demasiadas voces

Meursault, el extranjero de Camus por lo diferente —e indiferente— que se sabe y siente con relación a las personas que lo rodean, termina su relato en primera persona en prisión debatiéndose entre el alba, es decir, la muerte, porque sabe que suelen llevarse a los condenados al cadalso al despuntar el día, y el indulto, una posibilidad remota pero que no deja de ser real. Condenado a la pena capital por el asesinato de un árabe que comete cuando todavía es joven, no pasa para él mucho tiempo entre el crimen y la sentencia. Sin embargo, Carles Alfaro, director del montaje, desdobla a nuestro protagonista en dos, el Meursault joven (Ferran Carvajal) y el viejo (Francesc Orella), como si le ofreciera la posibilidad de salvación aun dentro de los muros de la prisión y el Meursault viejo, instalado en la cadena perpetua, recordara los hechos del pasado.

¿Para qué necesitamos a dos Meursault cuando Francesc Orella ya abarcó a Camus en solitario en la estupenda adaptación de La caída que dirigió  hace unos 10 años?

Esta lectura del desdoblamiento que nos propone Alfaro es la única que se me ocurre para justificarlo en positivo, porque tampoco queda claro que esa sea su intención. De hecho, la luz del amanecer que se filtra por la puerta que se entreabre al final de la función y que hasta ese momento ha mantenido a Meursault encerrado más bien parece indicar todo lo contrario. En ese caso, ¿para qué necesitamos a dos Meursault cuando además uno de sus intérpretes, Francesc Orella, ya abarcó a Camus en solitario en la estupenda adaptación de La caída que dirigió el mismo Alfaro hace unos 10 años?

Alfaro afirma que con su puesta en escena quiere averiguar cómo el uso de la palabra nos hace creer que estamos inmersos en el pensamiento de un individuo. De ahí, imagino, el desdoblamiento en otros personajes de El extranjero; las voces en off durante el juicio; la reverberación de las voces de los dos Meursault; las voces en francés que reproducen las primeras líneas y las últimas de la novela; la transcripción sobre la pared del fondo de esas líneas. Ecos, en definitiva, de unas palabras que se dispersan y se pierden en esta voluntad de trascender. Un envoltorio sonoro que, en realidad, embrolla el discurso. No es que no se entienda, pero lo confunde, dando la sensación de querer huir del soliloquio limpio por temor a aburrir. Una pena, porque Ferran Carvajal, aunque correcto, no aporta ninguna percepción extra al personaje, y el extraordinario Orella queda extraviado entre las imitaciones de los personajes en los que se divide, perdiendo fuerza.