En compás de espera
La atonía cultural de la ciudad de Valencia empieza ya a ser un hecho preocupante
La atonía cultural de la ciudad de Valencia empieza ya a ser un hecho preocupante, anterior a la crisis económica que a todos nos agobia, y muy probablemente inducida por las mayorías absolutas obtenidas por la derecha desde hace ya demasiados años. Visto el problema con alguna perspectiva, sucede que el primer gobierno socialista presidido por Joan Lerma estaba tan pendiente de lo que decía la comandante de Las Provincias, la gran María Consuelo Reyna, que vino a renunciar a cielo y tierra a fin de no contrariarla demasiado, y todo por no pasar ante la ciudadanía como los furibundos izquierdistas que no eran, sino más bien con la timidez de un socialismo de perejil que hacía cuanto podía por hacerse visible sin asustar a nadie. Todavía se recuerda a Ricardo Pérez Casado y a Eugenio Burriel haciendo el paseíllo diario por las Fallas a fin de que hasta los indestructibles falleros comprendieran de una vez que eran gente de la casa y todos éramos, al cabo, valencianos de pro. En vano, claro, porque todo aquello quedó en una especie de abducción institucional de la que solo supo sacar provecho una lanzada Rita Barberá pocos años después.
Aquí, aunque casi nadie ya lo recuerde, hubo un movimiento teatral de gran enjundia años antes de que el Generalísimo fuera sepultado de por muerte en el Valle de los Caídos, por lo mismo que se desarrolló con muchos límites económicos un cierto cine independiente y florecieron mil artistas que pintaban la crónica de la realidad o velaban sus primeras armas en el territorio del diseño, sin olvidar los primeros estudios de grabación musical que también dieron mucho juego. Cierto modesto esplendor de los setenta se fue diluyendo poco a poco, como una colilla mal apagada, en cuanto se empezó a pensar a lo grande. Y lo grande era, precisamente, lo grande en dimensiones. Proyectos afortunados, como el IVAM o el Palau de la Música, entre tantas otras cosas, fueron objeto de una minusvaloración progresiva que hoy ha venido a quedar en cosa de nada, como si la cultura estuviera reñida con los oscuros compadreos políticos y no pudiera volar según le dictan sus propias alas.
Sin ir más lejos, la danza tuvo aquí, en los escenarios valencianos, una cierta consideración nacional e internacional por lo avanzado de sus propuestas coreográficas, y ahora es que ya no baila casi nadie, bien porque se han cansado, o bien porque se han largado a otros países para recibir la atención que merecen. ¿Qué se hizo de Gracel Meneu y sus novedosos productos coreográficos, qué de Pedro Pablo Hernández y su tranquila luminosidad, por mencionar dos ejemplos de creatividad absoluta?
Todo eso y tantas otras cosas se encuentran ya en el furgón de cola, en el callejón de los sueños rotos, en una especie de compás de espera donde ya no se espera casi nada que no sea periférico, así que estamos donde estábamos, sin felicidad alguna, en los setenta. Será que nos hemos hecho mayores sin desearlo. Pero la creatividad de los más jóvenes, ¿dónde se encuentra? ¿En salir en bolas a la calle para protestar por lo mucho que hay que protestar?
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.