Urbanitas felices a golpe de azada
Jóvenes, parados y jubilados recuperan espacios donde trabajan huertos urbanos
Dos parados miran en mitad de la ciudad a unas acelgas y concluyen que son de lo mejor que les ha pasado últimamente. Las han plantado ellos en bancales de un huerto urbano del barrio alicantino de La Florida, un solar junto a un instituto. Y verlas crecer les ha dado de pensar. José Bautista, fontanero de 48 años con tres infartos este año y ni un trabajo en el horizonte, dice sentirse “liberado”. Y Amado Montebello, de 41 años, desearía haber podido plantarlas antes: “Tener las cosas sin usar no ayuda nada”, dice refiriéndose al huerto que antes fue un aparcamiento. “Esto es ahora un punto verde en el centro. Hace la ciudad más bonita”, dice este exprofesor de educación física sobre la iniciativa vecinal recién nacida y que se engloba en la filosofía de la guerrilla verde, un movimiento nacido en EE UU en los años 70 del siglo pasado con el objeto de recuperar para la ciudadanía espacios urbanos degradados. Lo que no sabían ni Amando ni José es que dando sentido práctico a un espacio degradado, se iban a sentir útiles y, por ende, felices.
Desde hace cuatro años, distintos puntos de la Comunidad Valenciana van consolidando iniciativas semejantes. El Ayuntamiento de Altea quizás fue el pionero en fomentar su uso. O tal vez fuera el barrio de Benimaclet de Valencia, una localidad de L’Horta hace muchos años engullida por la urbe capitalina. El caso es que, ya sea por vía municipal o vecinal, han proliferado huertos donde antes era impensable. Los hay desde el barrio Meridiano de Castellón al de Altabix en Elche, donde los vecinos litigaron con el propio consistorio para ubicar un huerto en medio del palmeral. Surgen proyectos urbanísticos como Sociópolis en Valencia o políticos como el de la Diputación de Alicante, que destinará 100.000 euros para que nazcan en pequeñas poblaciones. Y reciclar un espacio muerto tiene sus ventajas: “Con una azada y cuatro picos dejo de pensar”, dice José Bautista a quien le vienen muy mal dadas desde hace tiempo ya. “Es una terapia, te saca lo malo. En vez de pastillas y psiquiatras, pues esto”, asegura quien hasta hace nada solo veía el campo “cuando salía en la tele”.
A José el huerto le ha servido para reciclarse, al menos mentalmente. “Vienes, aprendes de la tierra, de los agricultores a los que compras los esquejes, te ríes y estás al aire libre”, dice. El huerto urbano solo necesita sol y agua, lo demás es voluntad. Luego cada uno tiene su filosofía. En el de La Florida, la asociación La Voz concede las plazas a vecinos parados y jubilados. A menos de un kilómetro, gente del 15-M planta con una filosofía más comunitaria. En otros, obligan a trabajar un determinado número de horas para poder llevarte a casa los frutos del banco y en algunos, como en el Huerto Comunitario del barrio Carolinas, cualquiera que cuide el huerto puede entrar y coger un rábano lo haya plantado o no.
El caso de Carolinas es paradigmático de cómo estos espacios ayudan a repensar la ciudad. En 2009, unos jóvenes del barrio empezaron a limpiar de ratas un solar con más de 20 años de desuso. Hoy, el huerto es casi secundario, es más un centro de encuentro donde ocasionalmente se organizan cumpleaños, cine de verano o castañadas por Tots Sants en lugar de Halloween. Sirve para cuentacuentos, conciertos, de racò alternativo para las Hogueras alicantinas, comedor social improvisado, parada de ciclistas que reivindican el mundo del pedal, punto de partida de expediciones familiares para reforestar la Serra Grossa. Eso sí, a las nueve y media, silencio y respeto.
Y frente a sus patatas en La Florida, Amando reflexiona: “Plantas la semilla y la ves crecer, te das cuenta del esfuerzo que requiere un alimento. Esto no te da de comer, pero te da otras cosas en que pensar”, remata quien admite adaptar sus gustos a ingresos “mínimos”. Todavía quedan trozos del suelo cementado del antiguo aparcamiento, pero ya nadie aparca. La gente planta acelgas, lo que dicte la temporada. Y habla de todo. Como en la plaza de un pueblo, pero en la ciudad. “Y además no te dan gato por liebre. Esto no lleva ni herbicida”, aclara José. Hace poco aprendió que poniendo una gomita a las acelgas “salen más tiernas” y está entusiasmado por comprobarlo. Así se vuelve a su piso de protección oficial. Entusiasmado por el fruto de una semilla.
El experimento de Altea
La ciudad de Altea y Carolina Punset pueden sentirse orgullosos. Esta abogada penalista fue la que se empeñó en 2007 junto a sus compañeros de Cipal (Ciudadanos Independientes por Altea) en impulsar los huertos urbanos desde la Administración, otra forma de ejercer el Urbanismo en una época en la que aún se negaba la burbuja inmobiliaria. Tras abrir el primer huerto les imitaron Novelda, L’Alfàs del Pi, Xàbia e incluso Benidorm se interesó. “El problema de los solares abandonados está en todas las localidades”, dice Punset, “es el fruto de la especulación”. Hoy Altea puede presumir: 200 personas cultivando sin herbicidas o pesticidas y hay lista de espera. “Algunos, con 40 metros cuadrados de parcela producen para dos familias”, asegura la edil. Hay huertos en todos los institutos y colegios. Conscientes de que en el siglo XX, la zona perdió el 80% de sus semillas autóctonas, han rescatado 60 tipos almacenados en la Universidad Politécnica de Valencia para “cuando alguien recupere el sentido común”, dice Punset. “Hay que apostar por el huerto urbano, pero también por su continuidad”. El siguiente paso será introducir cabras y gallinas autóctonas que puedan generar compost. La meta es que el huerto sea autónomo. Y que la gente viva y coma mejor. Y quizás ser más felices.
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