Fallas inmunes a la crisis
La fiesta, salvo casos muy puntuales, no ha perdido grasa y se manifiesta con todo su volumen ajena a esa agobiante realidad
La única aportación útil de la crisis económica que nos derrumba y nos va dejando tirados en la cuneta es que impone contención en lo superfluo y (más allá de los vergonzantes ajustes ideológicos solapados) racionalización en lo necesario. Es decir, sensatez. Ese esquema y su lógica se han apropiado de todo y lo aplicamos lo mismo personas que familias, colectivos o instituciones privadas y públicas. O, mejor dicho, de casi todo, porque, como siempre, toda regla reclama el derecho a su excepción. Y en ese sentido, resulta sorprendente la inmunidad que demuestra la fiesta de las Fallas a la degradación económica cinco años después de que irrumpiera la crisis en nuestras vidas.
A pesar de la escabechina ininterrumpida de los expedientes de regulación de empleo, de los 700.000 parados, del incremento de los impuestos, de la intensificación de los recortes y del desplome de los ingresos y el consumo, la fiesta, salvo casos y aspectos muy puntuales (y muy laudables por lo que suponen de ejercicio de madurez de contadas comisiones), no ha perdido grasa y se manifiesta con todo su volumen ajena a esa agobiante realidad. La ciudad, como siempre por estas fechas, continúa con 500 calles cortadas y la mayoría de fallas mantienen sus carpas y su amplio registro de excesos como si se tratase de un sacro precepto y, más aún, si todavía viviéramos enganchados a cola del cometa.
Otras fiestas similares (Fogueres de Alicante), y en tiempos de abundancia, pusieron límite a su desbordamiento como resultado de un proceso de reflexión colectiva natural, en armonía con la dinámica evolutiva. Hubo limitación de horarios y se marcaron condiciones que hicieron que esos días de juerga fueran más vivibles para todos. Pero en las Fallas hay un categórico componente político que obstruye esa posibilidad. Con otro tipo de dirigente al frente de la alcaldía de Valencia (que utiliza el desbarajuste festivo como abono electoral) quizá se hubiese podido tutelar esa puesta al día desde la Junta Central Fallera. Pero la máquina de la primordial munícipe funciona con ese inflamado combustible. Por consiguiente, la catástrofe de la crisis fue la última oportunidad para racionalizar la fiesta de las Fallas de una manera natural. El imperativo económico, que era el único argumento que podía propiciarlo, no ha funcionado. Los hechos demuestran que esa posibilidad ya no se producirá, a menos que la crisis nos despeñe hasta el inframundo.
Con Rita Barberá obturando el proceso evolutivo fallero en beneficio propio, ni siquiera se ha podido llevar a cabo el traslado del día de San José a lunes, una medida claramente consignada al ahorro y que, además, beneficia a los vecinos que trabajan y a la hostelería. La alcaldesa también sacó tajada de la propuesta del presidente de la Generalitat, Alberto Fabra, como pulso político para recomponer su estropeada posición en el nuevo PP valenciano y le echó encima las fauces del denominado "mundo fallero" con el impúdico silogismo de que es el que paga las fiestas y, por tanto, el único que puede decidir. Es cierto que cada comisión sufraga sus monumentos y sus jolgorios, pero ¿quién corre con las subvenciones que reciben, con buena parte de los gastos de la iluminación de las calles, con la limpieza del basural que ocasionan, con el despliegue de bomberos y de policías…? ¿Quién absorbe el impacto de sus abusos? Pues esa mayoría que solo tiene derecho a mortificarse con el asedio. Es la doctrina Barberá.
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