Un pájaro y un ave muerta
Mientras 'Uirapurú' se presentó más cohesionado y maduro, 'Pájaro de fuego' no supera el listón
Mientras “Uirapurú se presentó más cohesionado y maduro que en su estreno de Cuenca (una buena combinación que funciona), “Pájaro de fuego” no ha superado el listón. El desempeño de la JORCAM (Joven orquesta), en su primordial función acompañante, estuvo correcta. Faltó por momentos una cierta intensidad que el oído cultor reclama en Stravinski, pero esto es secundario si nos atenemos al estilo de la obra y a al criterio de ser un ballet ciertamente rupturista en su origen. Villa-Lobos, es sabido, pisó con reverencia y conciencia el las huellas de Stravinski. La idea de reunir las dos obras es positiva como punto de partida.
Sigue siendo interesante el proceso creativo de Pannullo como director escénico más que como coreógrafo propiamente dicho, pero en este caso ni sostener elementos del original (el huevo, la manzana de oro) han bastado para asegurar un resultado coherente y de altura. Tampoco funcionan los intentos de trufado en ballet, pues el nivel es irregular en la plantilla y el material obtenido no goza de estructura suficiente, salvándose las partes de sus chicos de siempre, vitales y haciendo lo que saben a fondo. La idea de ir a la zona oscura del metro de Madrid es errática y quita seriedad. Mientras en “Uirapurú” una bella pintura evoluciona en color y texturas apoyando la danza, los túneles son algo banal y recurrente.
Los dos protagonistas están solventes. En “Uirapurú” Manuel Martín ya no se entrega a un baile ingenuo y solamente intuitivo, sino que explora su cuerpo y lo domina, expresivamente hablando desde el lenguaje que maneja y Alejandro Moya como el Príncipe Iván de “El pájaro de fuego” aporta su concentración y también gestiona sus límites con un cierto lirismo.
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