Espectros en construcción
Históricamente, la burguesía ha transformado las iglesias en valores inmobiliarios
Cogen una casa, la derriban, dejan la fachada y construyen otra casa, igual pero distinta por dentro. Estas suplantaciones son normales: hay una película, La invasión de los ladrones de cuerpos, en la que unos alienígenas de aspecto vegetal absorben durante el sueño los rasgos fisonómicos de los humanos y se convierten en una copia superficialmente idéntica. He descubierto dos casas gemelas en una calle de Málaga que no se llama calle sino plaza del Teatro, dos ruinas señoriales que no solemos ver porque estamos acostumbrados a verlas. Llevan mucho tiempo abandonadas, aunque no han llegado a convertirse en casas de fantasmas. Sólo son fantasmas de casas, demolidas, reducidas al muro exterior, con sus ventanas y balcones y balaustres ilustres, pero muy estropeado, muy roído ya.
No son casas. Son un descampado. Las fachadas en pie, amenazando con derrumbarse, me recuerdan la sábana vacía, el sudario incorpóreo de los espectros, la cara arrasada de un zombi. Están apuntaladas con prótesis oxidadas de hierro. Donde hoy se levanta esa nada deshecha hubo un convento de la orden de San Francisco. Lo compró en el siglo XIX la familia Larios, lo redujo a solar y construyó dos buenas casas burguesas. Parece que históricamente la burguesía ha transformado las iglesias en valores inmobiliarios mientras que, quizá allanándole el camino, las clases bajas las reducían a cenizas y escombros. Cayó el convento, cayeron las casas de los pudientes decimonónicos, destinadas a convertirse en apartamentos para pudientes del siglo XXI. No sé si la falta de dinero líquido ha parado las obras, pero el deterioro progresivo de lo poco que queda sigue adelante, cada vez más veloz.
En una novela de Milorad Pavic, Paisaje pintado con té, Atanás Svilar, pobre arquitecto de Belgrado, magnate en California de la ABC Engineering & Pharmaceuticals, decide construir en una colina sobre el río Potomac, cerca de Washington, una réplica perfecta de la residencia de verano del mariscal Tito. El palacete, a orillas del Danubio, fue en otro tiempo casa de recreo de la familia real serbia, los Obrenovich. Después de viajar por el mundo con un icono en el que se ve cómo san Juan Bautista afeita su propia cabeza decapitada, Atanás (Satanás sin S), “en un arranque de entusiasmo arquitectónico, presa de una fiebre destructora, empezó a construir”, dice la novela. Pero no se limitó a respetar la fachada: duplicó la casa, el mobiliario, la decoración, las pérgolas, los parques, las plantaciones de viñedos, las bodegas de la antigua residencia de los reyes y del jefe del Estado socialista de Yugoslavia. En el palacio a orillas del Potomac se fumaban los mismo puros y se bebía el mismo whisky que en el palacio del Danubio.
Hay en Texas una ciudad llamada Galveston en honor de su fundador, el prócer de Macharaviaya Bernardo de Gálvez, héroe de la independencia de los Estados Unidos de América. Cuentan que Gálvez guerreó contra los apaches en Nueva España y contra los británicos en Luisiana y Florida, conquistador de Pensacola y Mobile. En Málaga había un palacio dieciochesco ligado a la familia Gálvez o a un cliente de la familia, un genovés fabricante de barajas. Se le conocía como palacio de los Gálvez o del marqués de la Sonora y sigue donde estaba, en la calle Granada, pero sólo en forma de máscara mortuoria, de fachada decrépita, de solar y campo de estudio para botánicos especialistas en plantas urbanas silvestres. El palacio de los Gálvez o del fabricante de naipes se atiene en todo a la mejor definición de fantasma que conozco: se desvanece hasta ser impalpable, por muerte, por ausencia o por cambio de costumbres. Arrasado por dentro, iba a ser un hotel de cinco estrellas. La huida del dinero lo ha empantanado en su condición espectral.
Vi estas cosas por casualidad el martes 12 de marzo. En Málaga fue un día feo, mojado y resbaladizo, de color mate, condiciones climatológicas que quizá influyeran en mi percepción de la realidad. Pero se me ocurrió que, igual que la euforia constructora de estos años fue contagiosa, también lo será el abandono. Las calles empiezan a mostrar signos de agotamiento. Empeorarán. A un coche desamparado rápidamente le quitan los tapacubos, las ruedas, las puertas, el motor. Le rompen los cristales, lo destrozan. Esos muros ruinosos y distinguidos que me asombran en Málaga y no hace mucho fueron promesa de prosperidad, sólo fachada, se irán deteriorando más y contaminando a los edificios adyacentes. ¿Cuánto desgaste aguantaremos?
Justo Navarro es escritor. Su última novela publicada es El espía (Anagrama).
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