El balcón como metáfora de poder
El mirador del Ayuntamiento de Valencia es el punto político más caliente de las Fallas
Los balcones constituyen un instrumento arquitectónico decisivo para el poder. Los regímenes totalitarios y populistas son los que más se han asomado a ellos, quizá para justificar sus tinieblas con esa esporádica exposición a la luz. No ha habido tirano o caudillo que no se encaramara a ese pedestal para realzarse y hacerse aclamar. Así lo hicieron Juan Domingo Perón y su viuda desde el balcón de la Casa Rosada. O Francisco Franco (con gafas Ray-Ban y gorra de plato) en el del Palacio de Oriente. O Augusto Pinochet en el del Palacio de la Moneda (en el que llegó a exhibirse con el Papa Juan Pablo II). Incluso el recién embalsamado Hugo Chávez, que se ponía incandescente en el denominado Balcón del Pueblo del Palacio de Miraflores.
Pero por muy grande que fuera el concepto que tuvieron de sí mismos, ninguno de ellos tuvo un balcón como el del Ayuntamiento de Valencia, que es un púlpito de piedra de la talla XXL apoyado sobre cuatro columnas y diseñado específicamente como un escaparate para ser admirado. Este balcón, que se ha convertido en el principal referente del poder (por encima del Palau de la Generalitat), surgió como una urgencia psicológica. Fue añadido al edificio en 1967 por los arquitectos Francisco Mora y José Luis Testor ante el imperativo de acomodar la desbordante espuma administrativa y fallera que generaba la ciudad. Y sin embargo, fue un ejercicio de anticipación arquitectónica, ya que estaban presagiando el ajustado estuche ergonómico de la futura alcaldesa Rita Barberá, quien, con 22 años tras la balaustrada, lo ha ocupado hasta conformar un todo. Ni el mismo doctor Cavadas podría ya separar la piedra de su carne.
Para sus antecesores (los alcaldes socialistas Ricard Pérez Casado y Clementina Ródenas), el balcón fue poco más que un catafalco para soportar entusiastas insultos. Sin embargo, Barberá le exprimió el jugo y lo convirtió en su Madison Square Garden, en el escenario en el que cada mes de marzo (con su vestido rojo beefeater) ha desarrollado su principal acto electoral fuera de campaña. Pero estos son malos tiempos para el poder y el balcón, también con Barberá en horas bajas, vuelve a ser el pararrayos de los cabreados, que cada día estallan su indignación antes de la mascletà. Hubo un tiempo en que estar hacinado entre el centenar de personas que llenan este palco daba oportunidades. Ahora, quien no acude al balcón es más noticia casi que quien está. Mariano Rajoy dejó de frecuentarlo cuando Francisco Camps y la cúpula del partido en Valencia empezaron a arder como una falla en las llamas de Gürtel. Porque el único inconveniente para gusto del poder es que el balcón, a veces, está demasiado expuesto a la intemperie.
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