La vida en el alambre
Jóvenes delincuentes burlan la seguridad en estaciones y roban el cobre que luego revenden
Dos jóvenes de 26 y 29 años conducen un Ford Sierra a toda velocidad. El más flaco agarra el volante con la mano izquierda mientras bebe una litrona que empina con la derecha. “Paramos aquí para que no nos vean los maderos”, dice a su compañero. Bajan en medio de un descampado, abren el maletero y sacan guantes, tenazas y una enorme bolsa de plástico transparente. Mirando a todos los lados se aproximan a la estación de Renfe. El sol está cayendo. No hay ni un alma alrededor. Los andenes están abandonados desde abril de 2012, por falta de usuarios: “Perfecto para dar el palo y llevarnos el cobre”.
Tienen varias razones para negarse a ser identificados y fotografiados: viven como okupas en un chalet junto al barrio de El Quiñón, en San Martín de la Vega, a 31 kilómetros al sur de Madrid. Se dedican a vender marihuana que cultivan en la propia casa y, cuando pueden, a robar el cobre que arrancan de las canaletas de la estación de Renfe y de las farolas del barrio.
La estación luce destartalada y polvorienta, pero hay rastros de actividad reciente: el suelo está lleno de cristales y de baldosas arrancadas, debajo de las cuales hay restos de cables cortados. Al parecer, un grupo de ladrones de cobre han estado saqueándola recientemente. Los dos jóvenes maldicen su suerte.
Desde 2007 el cobre se ha convertido en un material muy codiciado debido al aumento de su precio (seis euros el kilo). Las bandas lo roban del tendido eléctrico dejando sin luz calles enteras, varios tramos de carretera, estaciones de tren y fábricas. Primero se corta el cable con guantes para evitar electrocutarse. Tras pelar la goma, se extrae el cobre que se vende después a un chatarrero. Este lo funde y lo vende a otra empresa (energética, eléctrica, ferroviaria, etcétera). Estas vuelven a fabricar el cable que vuelve a ser robado. Compañías como Endesa, Telefónica y las ferroviarias Cobra y Adif sufren pérdidas millonarias todos los años.
“Robar cobre es lo más seguro y lo más fácil. Porque si mangas en tiendas te arriesgas mucho y dejas huellas y testigos. Pero el cobre puedes sacarlo cuando quieras. Nadie te ve, ni dejas pistas”, cuenta uno de los jóvenes. En el último año y medio, la Policía Municipal de Madrid ha recuperado casi 20.000 kilos de este metal y ha detenido a más de 1.500 personas.
Una patrulla de policía se acerca a la estación obligando a los chicos a esconderse agachados en las vías. Mientras los agentes merodean se viven instantes de mucha tensión. Cuando el coche se aleja uno de ellos resopla, lanza una papelera de metal y destroza el cristal de un ascensor del andén. Se pone los guantes y con plena confianza agarra uno de los cables que hay dentro y tira con fuerza. A continuación lo corta con la tenaza. Toda la estación y los postes eléctricos aledaños están plagados de goma vacía.
El director de Comunicación del Ayuntamiento de San Martín de la Vega, Ignacio Mendoza, asegura que el cableado sigue manteniéndose y regenerándose para mantener la luz de la zona y por ello los robos continúan produciéndose: “El robo de cobre es muy difícil de solucionar. Hemos tenido muchos hurtos y seguiremos teniéndolos mientras los ladrones puedan venderlo”.
Cuando terminan su faena, los dos jóvenes regresan al coche con los cables enrollados en la bolsa de plástico, los guardan en el maletero y arrancan el vehículo dejando a su paso un reguero de polvo. Según explica uno de ellos, las chatarrerías pagan seis euros por un kilo de cobre pelado y unos dos euros sin pelar. “Los chatarreros me conocen, nada más verme llegar me dicen: métete por detrás. Y negociamos”, explica el flaco.
Las chatarrerías y desguaces de San Martín de la Vega confirman los precios: seis euros por un kilo de cable pelado de buena calidad. “Nosotros somos legales”, comenta el dueño de un desguace que no quiere ser identificado, “compramos a otras chatarrerías más pequeñas. Si ellos lo han comprado a ladrones, es su problema, no el nuestro”. Todos los negocios consultados insisten en que la vigilancia policial les obliga a ser más rigurosos a la hora de comprar cobre: “Antes se compraban 100 kilos a cualquiera, ahora procuro no comprar más de 20. Y solo a conocidos”, afirma un empleado de Derichebourg, un desguace al por mayor.
El Ford Sierra se dirige a El Quiñón, un barrio de unos 3.000 habitantes al oeste de San Martín de la Vega, donde según reconoce el Ayuntamiento, hay más de 30 pisos okupados. El pasado 19 de octubre, el Ayuntamiento anunció una mayor presencia policial en la zona. También han llegado a un acuerdo con la empresa Seguritas Direct para instalar alarmas en las viviendas vacías a partir de mayo. “Cuando los okupas entren en una casa se considerará legamente un robo y la policía podrá actuar con más contundencia”, cuenta Nacho Mendoza, jefe del departamento de prensa.
Viven como okupas, se dedican a vender marihuana y a robar el cobre que arrancan de estaciones y farolas
En las calles de El Quiñón y Pintor Rafael Botí, según los vecinos consultados, hay una media de dos viviendas okupadas por portal. Para Mendoza, la mala fama de El Quiñón es pura leyenda: “Desde que llegué a vivir aquí hace 15 años llamaban al barrio el Bronx. Pero la gente es muy exagerada. Cuando quieras te invito a dar un paseo por la noche, verás como no nos ocurre nada”. Algunos vecinos consultados aseguran que su relación con algunos okupas es buena y que incluso contribuyen a los gastos de la comunidad. Otros no parecen tenerlo tan claro. “Cuando salgo de casa tengo que dejar la habitación y la tele encendidas” comenta un vecino de unos 30 años de la calle Rafael Botí, “porque si no, se me mete gentuza aquí dentro, como les ha pasado a otros”.
Tras el robo de cobre en la estación, los randas enseñan la casa en la que viven de okupas, un chalet blanco situado junto a El Quiñón. El único elemento extraño es el cerrojo que ha sido arrancado y cambiado por otro viejo y oxidado. “¿Has visto que choza? Un niñato me la abrió por 200 euros”, explica uno de ellos. Según cuenta, muchos jóvenes del barrio se encargan de abrir casas por unos 500 euros de media: “Luego solo tienes que cambiar los fusibles para tener luz gratis y listo. ¡Ya tienes casa!”.
El chalet tiene unos 200 metros cuadrados. El interior luce frío y oscuro; tienen que mantener las persianas completamente bajadas para aparentar que allí no vive nadie. Un sillón, una estantería y una pequeña televisión son el único amueblado. Se respira desolación.
“Lo único que hacemos es comer, fumar y dormir”. Para lo primero les basta con devorar con ansiedad múltiples rebanadas de pan bimbo. Para fumar se muestran más sofisticados: en la planta de arriba de la casa tienen una plantación de 15 macetas de marihuana expuestas a la luz de un halógeno de 500 vatios. Lo más difícil es dormir. Tras una vida de violencia, persecuciones, peleas, saqueos, noches en el calabozo y jornadas delirantes a golpe de coca y alcohol, el físico adopta los tics y el nerviosismo característico de los yonquis. “No duermo nada”, dice uno de ellos colocando un palo atravesado entre la puerta de la casa y la pared. “Estoy acojonado por si alguien se mete dentro y me cazan”. Al menor ruido se levanta, agarra un cuchillo jamonero y se asoma a la puerta dispuesto a todo. Solo un buen trago de cerveza y una profunda calada parecen calmarle los ánimos.
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