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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

Agobiados por la corrupción

"Es inevitable evocar que el PP conquistó el poder proclamando un código ético que ha permanecido inédito a lo largo de estos años"

El escándalo del desmán, la indignación generalizada y el descrédito galopante del partido gobernante han determinado que, en el curso del debate parlamentario sobre el estado de la nación, el PP abordase el problema de la corrupción política. Habrá que ver en qué cuajan las medidas propuestas por el presidente Rajoy, que la izquierda ha valorado con fundado escepticismo debido a las cautelas y omisiones con que han sido expuestas, así como la justificada desconfianza en su patrocinador. Por lo visto, el caso Bárcenas ha colmado las sentinas populares y el Gobierno se ha sentido abocado a aventar la pestilencia concertando remedios con la renuente oposición.

Si aludimos a este episodio es, sobre todo, por su sintonía o casual coincidencia con la iniciativa de la Diputación de Valencia que tan solo 24 horas antes, a instancias de una diputada de EU, aprobó por unanimidad crear con carácter apremiante una comisión “por la ética y la transparencia”. Sin duda, y por evidentes motivos, también por estos lares se ha sentido la necesidad de atenuar el insoportable hedor y desprestigio que conlleva la corrupción entre la clase política y, muy especialmente, entre el estamento gobernante. No nos ha de extrañar que haya sido ese verso suelto o dolor de muelas del PP que es el presidente de la mentada corporación valenciana, Alfonso Rus —limpio de polvo y paja—, quien amparase la mentada propuesta, en cuyo espíritu late la aspiración a que sea asumida por los Ayuntamientos e incluso las Cortes.

A nuestro juicio, hay que celebrar este nuevo giro del PP en el tratamiento de tan grave problema. Hasta ahora, la arrogancia arropada por la mayoría absoluta y una concepción franquista de la democracia han permitido al Gobierno autonómico valenciano hacer de su capa un sayo y ciscarse en las críticas de la oposición, tanto política como cívica o mediática. Ninguno de sus miembros —y miembras— empapelados por notorios abusos era removido o sancionado en tanto no recayese una sentencia condenatoria. Y, como es sabido, los beneficiarios de la presunta inocencia constituyen una nutrida horda. Pero la temperatura de la calle ha cambiado, la chulería popular no suscita simpatías ni entre sus feligreses, los políticos honrados quieren salvar la cara y las encuestas delatan el vuelco electoral que se cuece. Además, los políticos honrados no quieren inmolarse en esa ominosa hoguera.

Un giro positivo, decimos, que sin embargo también suscita dudas e invita al escepticismo. Es inevitable evocar que el PP conquistó el poder proclamando un código ético que ha permanecido inédito a lo largo de estos años. Ni siquiera se ha activado una sola vez mientras se minaba sin recato el dispositivo financiero valenciano, se esquilmaba la hacienda pública, tantos avispados se enriquecían con los grandes eventos o la urbanización demente del territorio, entre otras variantes de la codicia sin límites. Un desenfreno amparado, además, por la pertinaz opacidad que ahora se quiere revertir en transparencia.

Démosle un voto de confianza a estas iniciativas que glosamos, pero simultáneamente poténciese el poder judicial dotando de medios personales y materiales a los tribunales para agilizar los trámites procesales. Es, a nuestro entender, el remedio más seguro. ¿O es que alguien cree, por poner unos ejemplos, que Rita Barberá o Sonia Castedo en sus respectivos Ayuntamientos van a dejarse supervisar por unos comisionados?

 

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