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El legado del ángel exterminador

El liquidador en la sombra de Marsans arruinó a decenas de empresarios valencianos Ángel de Cabo pasaba de la seducción al terror

Joaquín Gil
El empresario Ángel Olmos, que acusa a De Cabo de arruinarle.
El empresario Ángel Olmos, que acusa a De Cabo de arruinarle.MÒNICA TORRES

Cuando Ángel de Cabo quería mostrar los peligros de su trabajo, señalaba el impacto de bala que marcaba la luna delantera de su BMW 740 blindado. Corría 2005 y el antiguo fontanero aún no conocía al empresario y exlíder de la patronal CEOE Gerardo Díaz Ferrán, con quien hoy convive en la prisión madrileña de Soto del Real por el presunto vaciado del Grupo Marsans.

Antes de liquidar sociedades, De Cabo ya extremaba su seguridad. Eran tiempos en los que se presentaba como un diligente reflotador de empresas. No existe constancia de que resucitase ni una sola compañía, más bien de todo lo contrario, pero sí de su singular modus operandi, según el relato de varios afectados.

Primero, seleccionaba a sus clientes, empresarios arruinados o derrumbados anímicamente que captaba mediante directores de sucursales bancarias o industriales. Segundo, desembarcaba a través de testaferros en sus sociedades: no percibía sueldo y ligaba su retribución al eventual despegue del negocio. Tercero, blindaba la contabilidad y echaba al propietario originario. Si las palabras no bastaban, ejercía la presión. Y el hombre persuasivo se transformaba en un problema en casa del empresario que le acogió. “Conocía muy bien las debilidades humanas”, apunta un abogado que trabajó con el liquidador a partir de 2010 en el bufete Aszendía, donde se llegaron a controlar varios centenares de sociedades.

Ángel Olmos pasó de pilotar la constructora Nuevas Formas y Diseños, de 200 empleados, a dormir abrazado a una escopeta. Temía que su colaborador entre 2007 y 2010 ejecutase sus amenazas. “De Cabo te decía para intimidarte que a un amigo suyo le rompieron las piernas y que otro fue atropellado”, relata descompuesto.

Conocía muy bien las debilidades humanas”, afirma un abogado

Su vida se truncó cuando apareció el liquidador, que primero le ofreció sus servicios de fontanero industrial y después reflotar NFD, aquejada por los primeros síntomas del desplome inmobiliario. De Cabo trabajaría gratis hasta conseguir beneficios. No figuraría como socio. Buscaría clientes y negocios. Solo pedía una tarjeta Visa Oro para “cubrir gastos”.

Sin levantar sospechas, según el constructor, De Cabo supuestamente tejió una maraña de intereses y complicidades para penetrar en el corazón de NFD, que fuentes jurídicas vinculan con la compra en 2009 de la firma implicada en el caso Gürtel Teconsa. Olmos se desmarca de esta operación, que relaciona con el “uso instrumental” de la sociedad por parte del liquidador.

En la etapa de De Cabo, NFD proyectó un megaproyecto de hoteles y centros comerciales en la Libia de Gaddafi. Se llegó a contratar a un conseguidor libanés para acceder a los hijos del dictador. La operación se frustró por la falta de financiación tras un año de conversaciones.

En paralelo a estos supuestos negocios, De Cabo tomaba el control de facto de NFD, según Olmos. Primero se apropió de la contabilidad. Después, desterró al fundador. “Amenazó a mi hija, me expulsó, cambió las claves bancarias y falsificó mi firma”, acusa este hombre, que ha interpuesto una querella por estafa y falsedad documental contra el antiguo fontanero. Reclama cuatro millones de euros. Dice que la Visa Oro para “cubrir gastos” contenía jugosos cargos de prostíbulos y restaurantes de lujo.

“Amenazó a mi hija, me expulsó y falsificó mi firma”, acusa Olmos

“Siempre elegía la palabra adecuada”. El industrial de Alginet Ramón Sanz, de 68 años, recuerda con precisión matemática la irrupción de De Cabo. Fue en marzo de 2005. Su empresa, Grupo Bensa, dedicada a la instalación de conducciones de aire acondicionado, navegaba por el éxito. El boom del ladrillo había transformado la modesta fontanería que abrió su suegro en 1962 en una firma puntera con 100 empleados que facturaba cinco millones anuales. La decisión de su cuñada de vender sus acciones, la mitad del negocio, precipitó la búsqueda a contrarreloj de un nuevo socio. Y ahí apareció el flamante De Cabo.

Sanz le conoció a través del entonces directivo de la oficina de empresas de Bancaja en Sedaví. El directivo de la caja cobró por la presentación una comisión de 30.000 euros, según el industrial. Tras varias reuniones donde el enterrador desplegó sus artificios de seducción dialéctica, De Cabo adquiría la mitad de Grupo Bensa por 700.000 euros. Sus condiciones eran férreas: Tomaría el control total de la empresa. Haría y desharía a su antojo a través de un testaferro. Y Sanz sería el administrador único, responsable ante la justicia de la sociedad. El empresario aceptó. Pensó que era la mejor vía para garantizar el empleo a sus cuatro hijos tras la jubilación.

El desembarco del enigmático hombre sin estudios universitarios sentó como una bomba. Su decisión de construirse un despacho de más de cien metros con muebles de diseño y una monumental cava para almacenar los cohíbas que prendía con billetes de 50 euros desataron los corrillos. Se enrareció el ambiente. Comenzaron los gritos y despidos. El jefe llegó a romper una mesa de un puñetazo. Las jornadas se alargaron a 16 horas diarias. Los empleados más veteranos enmudecían cuando asomaba el inquietante gestor, que inundó el departamento de contabilidad con personal de confianza. Solo él conocía los números.

“Siempre elegía la palabra adecuada”, afirma otro empresario sobre De Cabo

Entretanto, el dueño en la sombra se ganaba a Sanz. Le invitaba con dinero de su empresa a viajar a Santo Domingo, duplicaba su sueldo, agasajaba a su esposa con ramos de flores y le animaba a jubilarse. Introdujo al matrimonio de Alginet en su hermético círculo de amistades, erigido alrededor de su residencia, en la elitista urbanización El Bosque de Chiva.

A finales de 2005, la relación comenzó a resquebrajarse. De Cabo comunicó entre lágrimas a Sanz que padecía un cáncer terminal y debía acudir a diario al Instituto Valenciano de Ontología (IVO). El industrial, reflexivo, pensó: ¿Cómo un hombre frío como el hielo se mostraba sensible ante la desgracia? Investigó. El liquidador ni estaba enfermo ni se trataba en el centro oncológico. La farsa respondía a una estrategia para ganar tiempo. Sanz, por aquellos días, había descubierto que De Cabo supuestamente desvió durante siete meses 25.000 euros mensuales de Bensa a su sociedad Decabosa (De Cabo, SA). Era el colofón de una catarata de maniobras fraudulentas que, según el industrial, sepultaron un millón y medio de euros y abocaron a la quiebra a la firma.

El enterrador de empresas trastocó sus vidas. El directivo de Bancaja que recomendaba a De Cabo fue despedido sin indemnización en 2005 tras descubrirse sus amistades peligrosas, según Bankia. Sanz está arruinado. Intentó suicidarse. Su casa es del banco. En breve puede ser desahuciado. Josefa Bensa, su esposa, resume con una pregunta el desconcierto de la familia: “¿Cómo pudimos ser tan gilipollas?”.

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Sobre la firma

Joaquín Gil
Periodista de la sección de Investigación. Licenciado en Periodismo por el CEU y máster de EL PAÍS por la Universidad Autónoma de Madrid. Tiene dos décadas de experiencia en prensa, radio y televisión. Escribe desde 2011 en EL PAÍS, donde pasó por la sección de España y ha participado en investigaciones internacionales.

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