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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

“Salvem la Rotonda!”

La misma ciudad que sensatamente protege el Parque Güell ha dejado en el aire la majestuosa y decadente Rotonda

Hace muchos años, con Pasqual Maragall en la alcaldía, el Ayuntamiento de Barcelona decidió proteger el Laberinto de Horta, el parque más antiguo de la ciudad, con una módica entrada disuasoria. El grupo municipal convergente puso el grito en cielo de la demagogia, aduciendo que se privatizaba un espacio público, del cual quedaban expulsados los vecinos. Pero el tiempo es implacable y ahora es el alcalde convergente quien pone precio al Parque Güell, por la misma razón: para protegerlo del vandalismo espontáneo que produce la masificación.

La sargantana polícroma de la entrada ve pasar nueve millones de personas cada año, que vienen a ser 25.000 cada día, y todas le acarician el lomo, todas se reclinan contra los azulejos para salir mejor en la foto. Dicen las estadísticas que el 86% son turistas. De manera que se hizo lo mismo que en el Laberinto: instituir la gratuidad para los vecinos de proximidad, un acceso fácil para los barceloneses y una entrada módica para el resto de visitantes, con hora previa de visita para evitar aglomeraciones. De paso, se intentará poner un poco de orden en la espesa coreografía de autocares.

Esta vez, todos calladitos: el tema se aprobó en uno de esos plenarios que tienen por costumbre anular cualquier resolución del débil Gobierno municipal. El Laberinto continúa cobrando su entrada, como tantos jardines patrimoniales europeos, y ya nadie se acuerda de la falsa polémica. La ciudad crece, los conceptos maduran. Que no quiere decir que todo el patrimonio esté bajo cuidado oficial: a veces, los vecinos se ven obligados a volver a esas antiguas luchas artesanales que, entre pancartas y asambleas, salvaban un edificio amenazado por la voracidad comercial. Pues eso: en la misma ciudad que sensatamente protege el Parque Güell se ha quedado en el aire la majestuosa y decadente mole de La Rotonda, allí donde la ciudad se hace montaña. Para más ironía, quien le ha metido mano —y si digo mano digo excavadora— es quien más torturó al Eixample durante la Transición, es decir, Núñez y Navarro. En este caso opera con los papeles en regla.

Salvador Andreu, el médico de las pastillas contra la tos, planificó un edificio singular en el engarce de “su” avenida —fue el impulsor del Tibidabo— con el paseo de Sant Gervasi. Primero fue el Metropolitan, el hotel de lujo preferido de Tita Cervera y su Tarzán, después un hospital de enfermos terminales: ya se ve que la cosa no iba a acabar bien. Joan Valls, que describe edificios fantasmales en su libro Inhòspits, se pasea por una Rotonda vacía y con las ventanas quebradas; confiesa tener los pelos de punta. Reporta murmullos y llantos entre las paredes desconchadas. Hoy la Rotonda está envuelta por una lona, con alegres dibujitos de Mariscal, y por detrás le van comiendo la entraña las máquinas que tienen que transformarla en un complejo de oficinas.

Es cierto que el edificio fue sufriendo modificaciones en su azarosa vida, con nuevos volúmenes y remontas firmadas por Enric Sagnier y su hijo. Y también que no está protegido in totum porque estar o no en el catálogo de intocables fue, en su momento, una lotería, o una batalla contra los intereses creados. Pero una de las cosas protegidas es el volumen.

El arquitecto Alfredo Arribas ha dibujado 3.000 m<MD>etros cuadrados de oficinas y cinco plantas de aparcamiento, que obligan a deconstruir el 80% del edificio para hacerlo más alto, más blanco, más ciego. Los vecinos, que recuerdan los salones nobles de antiguas bodas, han puesto el caso en los tribunales. El proyecto claramente vulnera todo lo que hay que vulnerar. Pero eso también tiene historia y tiene firma. Se ve que la Generalitat tripartita quería alquilar el conjunto ya transformado para instalar una conselleria, cosa que facilitó la negociación del proyecto, avalado por Ramon García Bragado. O sea, aquel que autorizó el hotel del Palau —por lo que está imputado— y otras perversiones en viejos edificios que ahora son hoteles de lujo, eso sí, firmados por arquitectos progres. El maragallismo nunca tuvo memoria: fue un momento brillante lanzado a conquistar el futuro. Los flecos ya desgastados de un sueño sin raíces dan para estos despropósitos, por no decir estos monstruos.

Patricia Gabancho es escritora.

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