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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

¿Tiene límite la impunidad del poder?

La ciudadanía ha de poner en pie un sistema de vigilancia y de contrapeso basado en la movilización social

Joan Subirats

No dejo de sorprenderme, a pesar de mis ya muchos años, y de haber vivido buena parte de mi juventud en plena dictadura, la propensión del poder de abusar de sus privilegios y prebendas. Y ello se hace más evidente cuando sus actuaciones no requieren argumentación alguna. Son simple y llanamente discrecionales y “soberanamente” abusivas. Cuanto más tradición autoritaria y machista tiene una sociedad, más afloran ese tipo de actuaciones que mezclan “fuero” y “huevo(s)”. Ya me explicarán sino como se entiende que según los datos recogidos por Ignacio Escolar, en un año el gobierno Rajoy haya concedido 444 indultos. No ha sido un año excepcional. El promedio de indultos desde 1977 es de cerca de 500 al año, con algunas puntas en el período Aznar. Mientras en los Estados Unidos, por ejemplo, en sus ocho años de gobierno, Bush, concedió sólo 200 indultos. El escándalo que ha significado el doble indulto concedido a los cuatro Mossos condenados por tortura, demuestra lo inverosímil de la práctica cuando se abusa de ella. Como bien dicen los más de doscientos jueces en su comunicado, ese indulto supone “una afrenta a la dignidad humana”, al margen del menosprecio a la labor judicial como garante de los derechos de ciudadanía, y añaden, “la decisión del Gobierno es impropia de un sistema democrático de derecho, ilegítima y éticamente inasumible”. En este último año se ha indultado a oficiales implicados en el caso del Yak-42, o a implicados en casos de corrupción probada, como los dirigentes de Unió Democrática en el llamado cas Treball o alcaldes y cargos del PP.

Mientras, circula por las redes el vídeo en el que Ester Quintana narra como perdió el ojo izquierdo por una carga con uso de pelotas de goma u otros proyectiles por parte de los Mossos el pasado 14N. Una carga que el cuerpo de policía y el propio Felip Puig siguen negando que se diera. Mientras, hay gente que sigue perdiendo el piso al adeudar menos de 5.000 euros, pero las instituciones financieras siguen recibiendo miles y miles de millones de euros para conseguir que el mercado vuelva a funcionar como está previsto que lo haga. Mientras, el gobierno del Estado deja de pagar a la Seguridad Social las contribuciones de 145.000 personas que cuidan a otros tantos ancianos.

Es evidente que estamos en un momento excepcional. Un momento en el que la capacidad de mantener los ingresos públicos se hace muy difícil por la evidente insolidaridad de los que pudiendo pagar, aprovechan los innumerables mecanismos legales o paralegales para incumplir o medio cumplir sus obligaciones tributarias. En ese contexto, la capacidad de mantener el grueso de unas políticas sociales que aseguran el acceso a bienes básicos como educación, salud o ingresos de subsistencia, están claramente en peligro de extinción. Los conflictos aumentan y aumentarán. Algunos tendrán un contenido político y reivindicativo, otros se expresarán en formatos estrictamente delictivos. Pero, ante ello, lo que hemos de exigir a las fuerzas de orden público y la justicia es entender su papel de garantes y servidores de la ley, y no meros instrumentos de la prepotencia y de la impunidad de los más poderosos. Con dirigentes como Felip Puig, que confunde lealtad a sus subordinados con defensa de la más absoluta discrecionalidad, no vamos por buen camino. Tampoco me parece que el actual ministro de justicia (ya que de la consejera de justicia en funciones no hay noticias), haya sabido estar a la altura de las circunstancias al reaccionar al asunto recordando sus prerrogativas.

Más atinada me parece la opción de algunos jueces que tratan de encontrar resquicios legales e interpretaciones normativas que defiendan, por ejemplo, a los afectados por los desahucios. Los límites a la impunidad del poder en democracia reside en el sistema de garantías y en los controles que la propia división de poderes contempla, desde una lógica de desconfianza liberal. Pero cuando esos controles no sirven o cuando se abusa de las prerrogativas, ha de ser la ciudadanía que ponga en pie un sistema de vigilancia y de contrapeso, un sistema de desconfianza democrática basada en la movilización social y en la denuncia de conductas que sólo generan más y más graves conflictos. Esperemos que en los debates de estos días sobre la formación del nuevo gobierno, más allá de fechas de consulta y reparto del poder, esos temas también se tengan en cuenta y podamos volver a recuperar, al menos, parte de la confianza perdida en las instituciones.

Joan Subirats es catedrático de Ciencia Política en la UAB.

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