Pacto con el diablo
Cuando Sonny Rollins suena a Sonny Rollins el mundo se para a su alrededor y la historia del jazz nace, crece y evoluciona
La única reacción posible ante el concierto que Sonny Rollins ofreció el martes en el Palau es el entusiasmo. La actuación del saxofonista neoyorquino fue sobresaliente en todos los aspectos, un derroche de energía que se lo llevaba todo por delante. Y eso sin pensar que procedía de un músico que ha cumplido ya los 82 años, bajo ese prisma solo puede hablarse de milagro o, con mayor probabilidad, de pacto con el diablo, él sabrá.
Visto fríamente habrá que convenir que musicalmente nada nuevo o extraordinario aconteció esa noche en el Palau: Sonny Rollins fue igual a sí mismo, incluso demasiado igual, pero también es cierto que nadie, tenga la edad que tenga, es capaz de transmitir la fuerza y la convicción que pone en cada una de sus interpretaciones. Cuando Sonny Rollins suena a Sonny Rollins el mundo se para a su alrededor y la historia del jazz nace, crece y evoluciona con pasmosa naturalidad hacia el futuro en cada una de sus interpretaciones. Atemporal no es la palabra porque todo el tiempo del mundo, sobre todo del jazz, está en su saxo y Rollins lo doblega y lo adelanta y lo atrasa a placer: de la tradición indispensable hasta la libertad más prospectiva.
Con el pelo encrespado y la mirada iluminada, totalmente encorvado, con el saxo tenor casi rozando por momentos el suelo, y sus dedos mostrando una agilidad que desafiaba todas las leyes de la medicina, Sonny Rollins sopló como un poseso durante más de cien minutos apabullando a todos los presentes, incluidos sus músicos que quedaron de inmediato relegados a segundo plano. Y no es que se tratase de un banda insolvente, todo lo contrario, pero la fuerza del líder marcaba hasta los pocos solos que realizó cada uno de sus integrantes.
Rollins se paseó con soltura por su propia historia recuperando, por supuesto, el eterno St. Thomas que, 56 años después, sigue conservando toda su frescura y capacidad de transportarnos hasta soleados y coloristas lejanos parajes. Dedicó un tema a uno de sus primeros mentores, el trombonista J.J. Johnson, alternó un par de baladas estremecedoras con estallidos rítmicos y concluyó, no podía ser de otra manera, regresando otra vez las Islas Vírgenes con su tórrido Don't stop the Carnival en una versión más corta que otras veces. No hubo bises, no era necesario, todo estaba dicho y el público abandonó el Palau con la sensación de haber vivido otro momento irrepetible.
FESTIVAL DE JAZZ. Sonny Rollins. Palau de la Música, 20 de noviembre.
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