El polvo del camino
Calexico regala uno de los mejores conciertos del otoño en una sala Kapital repletísima, absorta y, finalmente, entusiasmada
El mundo es un lugar decadente en el que todavía queda algún resquicio para la esperanza. Pese a la inefable grisura climatológica, la contumacia de tantos memos patéticos, la ñoñería de los asuetos patronales o la impúdica frialdad de los patronos, cayó la noche y Calexico nos regaló uno de los mejores conciertos del otoño en una sala Kapital repletísima, absorta y, finalmente, entusiasmada. Moraleja: por mucho que miles de conciudadanos improvisen huidas al pueblo de alguien que les ceda un humilde camastro, pese a que en estos días tétricos entren ganas de atrincherarse bajo las sábanas y desconectar el maldito smartphone, y aunque Calexico no alcance ni la milésima parte de visitas en YouTube que Pablo Alborán, esta metrópoli conserva todavía un núcleo duro de melómanos pata negra, de esos que hoy podrán rememorar las excelencias de un recital exquisito pero también efervescente. Una velada que se consumió en silencio expectante hasta desembocar en euforia; ese estado del ánimo fugaz, pero, insistimos, esperanzador.
Los buenos conciertos son aquellos que arrancan con unos buenos teloneros, y el de ayer superó con creces este requisito. Sobre Blind Pilot, un cuarteto proveniente de Portland, lo desconocíamos casi todo, pero ofreció un delicioso cancionero acústico de country-folk en el que todo sonaba prístino y emocionante: la batería con escobillas, el contrabajo pellizcado, ese banjo con aroma a tierra mojada, las preciosas armonías vocales entre él y ella. Para entonces ya era evidente que Kapital ofrece una acústica muy notable en la ciudad de las pesadillas vistalegrenses o rivieranas.
La irrupción de Joey Burns, John Convertino y sus compinches corroboró las expectativas desde Epic, el tema que abrió el repertorio e inaugura su reciente Algiers. Este séptimo disco, grabado en Nueva Orleáns a las órdenes de Craig Schumacher, queda lejos de superar a su antecesor (Carried to dust), pero certifica una vocación mestiza que, de tan sincera, acaba desarmando. En Splitter, lo más rockero y pegadizo del álbum, Burns convocó por sorpresa a David “El Indio”, el percusionista de Vetusta Morla; Fortune teller sonó lenta y taciturna, como el lamento nocturno de un pretendiente que ha consumido sus últimos cartuchos, y Sinner in the sea, ya en las propinas, resulta crepitante, cubana y chulesca, con esas dos trompetas en paralelo que ofrecieron tantos motivos para el alborozo.
Incluso hubo hueco para una pieza de sesgo melodramático, Dead moon que la banda retiró de ‘Algiers’. Hermosa, bella y oscura, como de película crepuscular, puede que no se incluyera en el álbum por compartir espíritu con ‘Para’, ese homenaje a Lhasa de Sela que deparó los minutos más escalofriantemente intensos, con todo el arsenal ya desenfundado: las trompetas, el vibráfono, un acordeón lloroso y el madrileño Jairo Zavala exprimiendo su steel guitar En realidad, entre las composiciones de estreno solo se antojó prescindible Maybe on Monday un tiempo medio tan romo que no acaba de prenderse en ningún rincón de la memoria.
Zavala aprovechó su ascendente con la hinchada para caldear los ánimos con Víctor Jara’s hands’ tema con estrofa en castellano donde demuestra que es muchísimo mejor cantante que letrista. Inspiración, con la voz del trompetista Jacob Valenzuela (“¡el Miles Davis del mariachi!”), ofrece otro momento irresistible incluso con su peculiar concepción idiomática: “Ya es muy tarde para decirte que soy cambiado”. Y el septeto se regodea en sus esencias con el instrumental ‘Minas de cobre’, que nace con ruido de trenes y es tan fronterizo que casi sentimos el polvo del camino en suspensión, invadiéndolo todo.
Un grupo que recrea al final de la noche Alone again or, de Love, y sale airoso merece ya no respeto, sino devoción. Los rostros de la platea, encandilados, así lo certificaban. Los rostros de la esperanza, pese a los coletazos de los mezquinos.
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