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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

La ciudad doliente

Barcelona aprobó un plan contra el nuevo barraquismo. Es tan tenue que se ve la perplejidad del político ante la realidad

El 22@, sobre todo los fines de semana, tiene el aire triste de las ciudades a medio hacer. No es que estemos ante los esqueletos de los sueños imperiales a la manera de Seseña, ni de los caparazones de antiguos delis que se dan en los paisajes americanos cuando la suerte se va. El distrito barcelonés sigue creciendo, siguen completándose los edificios, y se nota que no ha perdido todavía el pulso por más que las cartas vengan mal barajadas. Es que los fines de semana se aquieta el mundo económico, que es lo que lo mantiene vivo, y se perfilan con nitidez las casas bajas, algunas con la funda verde que evita o denuncia la caída de cascotes, casas decadentes y solitarias, con su historia y su misterio.

En estos alrededores que viven su peculiar transformación, que no se parece a la transformación de ningún otro barrio de Barcelona, es donde se han asentado las barracas. No del todo, porque más bien se han puesto en el espacio incierto que queda entre la Rambla del Poblenou y el barrio Besòs, donde desaparece la alta tecnología de los edificios inteligentes —y la más prosaica de los hoteles, que se multiplican por Barcelona como el caracol manzana— y se intuye la presencia de esta pobreza invisible. La gente que vive en los extremos tiene instinto de protección y la invisibilidad los hace más fuertes. Es cierto que los vecinos han tendido una mano solidaria. Y es cierto también que la explotación de los desechos, de las basuras que los barceloneses expelen, les ha dado una oportunidad. Pero se ven pasar más carros de súper con sus hierros retorcidos y sus calentadores desvencijados en los barrios boyantes que en estas calles silenciosas. Aquí está el refugio, allá el negocio. Sin embargo, un coche de los Mossos patrulla con parsimonia, como buscando algo.

Hace unas semanas, el pleno del Ayuntamiento aprobó un plan de acción contra el nuevo barraquismo. Es una cruel paradoja, pero el municipio ha dedicado en los últimos años mucho esfuerzo y muchos recursos a recuperar la memoria del barraquismo de los tiempos de Franco: una ciudad que multiplicaba la población sin tener nada que ofrecer excepto el futuro. Y ahora esto. La historia se repite, pero aquel mundo entre hostil y expectante ya no existe, ahora las instituciones son amables. Aquellos inmigrantes históricos eran fuerza de trabajo bienvenida aunque ciudadanos despreciados, una combinación lacerante que hoy se ha invertido, hoy es el aspirante a ciudadano quien debe crear su propio mercado. Eso, o irse más lejos, qué se le va a contar a un nómada rumano que ha migrado mil veces en una sola vida.

El Ayuntamiento ha dicho de forma solemne que se va a ocupar del tema, después de tantas fotografías publicadas, pero ha producido un acuerdo tan tenue que se nota la sempiterna perplejidad del político ante la realidad. Es aquel verso de Salvat-Papasseit que traduzco: “Tener un propósito no es hacer el trabajo”. La política, a menudo, empieza y acaba en las buenas intenciones. Los políticos quieren solucionarlo todo con el gesto de formular la voluntad de ocuparse, pero la realidad no se deja. Las barracas son un hecho económico, social, humano, de papeles, de vivienda, de formación, de todo. Y si una política social no es capaz de procurar equidad, oportunidades o inclusión, se convierte en una cadena perpetua que ata por igual a quien da y a quien recibe. Atornilla a la gente a la subvención, que es dejarlos como están. Pero ¿qué hacer con esta población inestable y mal encajada? ¿Qué hacer con un mercado de trabajo en estado de coma? ¿Se puede llegar hasta el fondo de la regularización, convertir la chatarra en negocio legal, ofrecer un techo, integrar? Y si no se puede, ¿se puede callar de pura impotencia?

El plan del Ayuntamiento contiene más palabras que realidad. Estudiaremos. Hablaremos. Propondremos. Ayudaremos. En mi barrio hay un chico senegalés que los días laborables despoja contenedores y los festivos pide limosna al lado de la tienda que vende diarios. Los lectores suelen pasar de largo y él los deja pasar deseándoles buen día. Va impecable. Vive en un asentamiento de barracas, me lo ha confirmado. ¿Qué espera del Ayuntamiento? Exactamente nada. Espera de la vida.

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