Vivir en una habitación
Las entidades asisten cada vez a más familias que viven en habitaciones El 28% de las familias que atiende Cáritas viven en una sola estancia
Dos y hasta tres tablones de anuncios de habitaciones de alquiler, papeles apretujados habitualmente en la entrada de los locutorios. Para familias o personas solas. Amuebladas o no. Entre 150 y 300 euros mensuales. Atestiguan un fenómeno que no es nuevo pero que tras cuatro años de crisis se ha disparado: el realquiler.
Familias que se amontonan en habitaciones de pisos en los que viven cuatro o seis adultos y otros cuatro o seis menores. Una convivencia forzada y no siempre plácida cuyo resultado acaba siendo familias que no solo duermen, sino que, como cualquier otra familia, come, juega, estudia, ve la tele, discute o se aburre en muy pocos metros cuadrados.
El fenómeno se produce en Barcelona —es masivo en barrios como Ciutat Meridiana, el número uno en desahucios, explica el presidente de su asociación de vecinos, Fili Bravo— y los municipios del área metropolitana, pero ya alcanza grandes ciudades y pueblos y toca cada vez más a población autóctona, además de a inmigrantes, las primeras víctimas del paro y de los desahucios. Es una consecuencia más de la pobreza que se ha instalado en Cataluña, donde el 29,5% de la población está en el límite de la exclusión, 2,2 millones de personas.
Con todo, un portavoz de la Gerencia Adjunta de Vivienda del Ayuntamiento de Barcelona asegura que su titular, Antoni Sorolla, “no tiene constancia” del fenómeno.
Alquilar un cuarto cuesta entre 150 y 300 euros mensuales
En Lleida lo ve a diario el trabajador social de Cruz Roja Jordi Vidal. “Desde 2008 las redes familiares o de amigos han aguantado, pero están al límite y el problema comienza a afectar a los pueblos pequeños”, advierte Vidal, que explica que lo que hasta ahora han sido ayudas esporádicas o de emergencia “se han cronificado”. Además de los obvios problemas de espacio que ocasiona el fenómeno del realquiler, Vidal alerta de las consecuencias “emocionales” para quienes lo sufren.
“En el proceso de una persona, vivir realquilado supone un paso atrás. Económicamente, es una salvación para la familia, pero no hay intimidad, ni espacio para estudiar para los hijos, para jugar si son pequeños… son 24 horas en una habitación, un estrés que se suma al de no tener trabajo”, explica el trabajador social.
El 28% de los usuarios de Cáritas reconocen que comparten vivienda con otras familias. Lo cuenta la directora de programas y servicios de la entidad, Mercè Darnell, que reconoce la perversidad de que supone el fenómeno: “Precariza pero evita males mayores, que la gente se quede en la calle”.
“Desde 2008 las redes familiares han aguantado, pero están al límite”, advierte un trabajador de Cruz Roja
Darnell explica que para la salud esta situación es “durísima”: porque es algo que nadie pensaba hacer a estas alturas, porque la convivencia es obligada, no elegida; porque hay que estar pendiente de los turnos para cocinar o asearse, por la falta de espacio… “Hay hombres separados que viven en habitaciones y renuncian a ver a sus hijos los fines de semana porque no se atreven a llevarles donde viven”, avisa. Situaciones que “minan mucho a las personas y que pueden desencadenar en desavenencias, peleas o problemas mentales”.
Josep Rodríguez, miembro de la Junta de Fedaia y director del centro abierto del barrio de Can Palet, de Terrassa (Vallès Occidental), ve a diario las consecuencias que tiene esta realidad para los niños y los chavales. “Pierden la alegría”, asegura: “La limitación de vivir en pocos metros no permite que se desarrollen en un entorno óptimo; resta, por ejemplo, el espacio necesario para jugar, escuchan broncas innecesarias, ruido…”.
Desde la federación de entidades de acción social ECAS, uno de sus portavoces, Carles Gil, subraya la “responsabilidad de la Administración, que ha permitido que la vivienda, que debería ser un bien productivo como el pan o el arroz, se convierta en un bien especulativo, ligado al mercado financiero”.
Y Lita Álvarez, de la comisión de familias de la misma federación, añade que otra de las causas del realquiler es la dificultad que tiene hoy día una familia sola para acceder a un alquiler: “Las exigencias son mayores justo cuando las garantías de las familias son menores”.
Ruloff Petters: "Cuando uno decide, rompe la intimidad"
A Rulof Petters, ecuatoriano, se le ha terminado el paro. Él trabajaba en una multinacional y su mujer, como contable. La ayuda familiar de 400 euros que reciben por su hijo de 12 años “no alcanza para nada”. De ahí que para pagar la hipoteca de 550 euros del piso que compraron antes de la crisis no tuvieron más remedio que “romper la intimidad del hogar con una tercera persona”. La familia convivió durante un año con otra familia, un compatriota casado con una española que tenían un bebé, pero actualmente ha conseguido ingresos más o menos regulares alquilando la habitación a estudiantes franceses. Durante el curso este alquiler les reporta hasta 200 euros semanales.
“Hay que ser muy tolerante y a la vez marcar las pautas de entrada, dejar claro qué está permitido y qué no”. Pero es complicado. “A nivel de pareja ya no tienes ese momento de disponer de tu espacio de tranquilidad en el salón”, dice, “y no perder de vista que ellos comparten pero tú también”, admite y celebra que ellos, por lo menos, no se han visto obligados a marcharse como otros compatriotas.
Miki Vargas: "Te acomodas a lo que hay, pero es duro"
Miki Vargas, boliviano de 35 años, y sus dos hijos de 10 y 12, viven en una habitación sin ventilación en casa de un primo, en el barrio de La Florida de L’Hospitalet. Entre adultos y niños, suman siete personas y el piso es muy pequeño. La habitación donde viven Vargas y sus hijos es diminuta. Apenas entra una litera para los niños, un armario y una mesa estrecha donde hay una tele, algo de comida y productos de limpieza. Él duerme en el suelo con un colchón hinchable, relata, o con el niño, el pequeño; la mayor es chica. Estudian cuarto y quinto de primaria. “Te acomodas a lo que hay, a los turnos para cocinar, a tener que decir no cada vez que quieren que les compres algo… pero es duro”, dice.
Los chavales callan. Están acostumbrados a hacer los deberes en el cuarto o, a veces, en el sofá del salón. Miki paga 200 euros por la habitación del piso, que a su primo le cuesta 600 euros. Trabaja en un bar de jueves a lunes: de once de la mañana a once de la noche, y cobra 320 euros al mes. Las cuentas se hacen rápido: 200 por la habitación, 120 para el resto.
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