Tibor Fischer: “Soy fatalista por naturaleza”
El escritor británico de raíces húngaras repasa su carrera y se resigna a su etiqueta de escritor cómico pero desgarrador
Tibor Fischer (1959, Stockport, Inglaterra) ha heredado la altura de sus padres, jugadores de baloncesto húngaros que huyeron de su país en 1956. Pero por lo demás es británico de pura cepa y como tal no puede resistirse al buen tiempo. Nos recibe vestido de riguroso negro en la terraza soleada de su suite, en un céntrico hotel bilbaíno. Mientras suda a chorros y bebe a sorbitos un agua con gas confiesa: “¡Cada vez que dejo Londres estoy feliz! Es dura, cara, abarrotada de gente, todo el mundo está cabreado... Tienes que ser muy rico o tener 21 años para disfrutar viviendo allí”.
Fischer está un poco hastiado de que su ascendencia le persiga allá donde va y de que en los círculos literarios de Reino Unido debatan sobre si su peculiar humor es británico o húngaro. La realidad es que inspirarse en su país de origen le catapultó a la fama en los noventa, con la novela Bajo el culo del sapo (el dicho húngaro que podría traducirse como “estamos jodidos”) que versaba sobre un jugador de baloncesto en la Hungría de la posguerra. “Hablaba de la revolución en el país de mis padres, donde trabajé varios años como corresponsal”, explica Fischer sin darle demasiada importancia. “Y supongo que tuve suerte”.
Esa primera novela fue rechazada por 50 editoriales hasta que una pequeña e independiente, Polygon, apostó por él. No le salió nada mal. Fischer quedó finalista del Booker Prize en 1993 y entró en la lista de los escritores jóvenes más prometedores del Reino Unido según la revista literaria Granta. Desde entonces, cinco novelas y dos compilaciones de relatos cortos dan fe de que ha encontrado la llave del éxito. Pero las alusiones a Hungría se quedaron en esa primera novela: “No quería encasillarme como escritor del Este”, afirma, “ni como escritor cómico. Pero supongo que esto último ya es irreversible”.
En los círculos literarios ingleses le miran con lupa, sobre todo desde que empezó a hacer crítica literaria y se enzarzó con Martin Amis por la novela Yellow Dog. “No tengo mensajes políticos o morales que transmitir. Lamento que el humor esté tan infravalorado en los altos círculos de la literatura y que el Nobel siempre vaya para escritores serios y trágicos”.
Con su etiqueta húngara también dejó atrás el periodismo. Aunque aún, a veces, lo echa de menos: “Siendo periodista es más fácil pedirle a la gente que te cuente su vida”. Pero prefiere la ficción: “Soy fatalista por naturaleza”, reconoce, “y eso se refleja en cada una de mis novelas. Creo que uno tiene muy poco que decir en la vida, las cosas pasan y la suerte y la casualidad juegan el papel más importante. Por eso escribiendo ficción me siento dios, porque controlo lo que pasa”.
“El mundo se está haciendo más pequeño”, lamenta, reflexivo, “tanto para escritores como para periodistas. Es muy difícil vivir de la literatura a no ser que seas J. K. Rowling o John Grisham”. Por eso en el día a día imparte clases de escritura creativa y literatura inglesa en la Universidad de Kent, en Canterbury. “Aunque si alguien no es creativo no hay nada que hacer”, reconoce.
Además de novelista, Fischer es muy aficionado al relato corto. En 2002 publicó en España No apto para estúpidos, una compilación de relatos protagonizados por sus personajes disfuncionales, perdedores, castigados por la vida, que se han convertido en una constante en su obra. Lo último que ha escrito es Crushed American Spiders, y lo ha hecho con un proyecto editorial innovador fraguado en el Reino Unido, la editorial Unbound: “Cuando consigues un número determinado de suscriptores te publican el libro”, explica. “Solo llevan año y medio pero es una iniciativa muy buena, sobretodo para gente que está empezando, porque los editores cada vez se están volviendo más conservadores”.
Pero Fischer asegura que pese a que el relato corto es “tentador, porque exige menos esfuerzo”, tiene trampa: “Hay muy poco mercado más allá de las revistas literarias y el público, generalmente, prefiere una novela larga”. En este punto Fischer menciona a otro de sus referentes, algo más contemporáneo que Molière: George Orwell. “Escribió un relato muy interesante, Keep the Aspidistra Flying, sobre su experiencia trabajando en una librería de segunda mano en el Londres de los años 20. En él explicaba que a la gente no le gustan los relatos cortos, “porque hacen el esfuerzo de familiarizarse con los personajes y los pierden en cinco páginas, mientras que en las novelas tienen 300 para recrearse”. Con la misma ironía mordaz que destilan sus libros, Fischer sentencia: “Los relatos cortos son como la poesía, todo el mundo cree que puede hacerlo”.
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