El palacio de las ejecuciones
Nicomedes Méndez, el verdugo más famoso de Barcelona, ajustició a entre 50 y 80 personas
A finales del siglo XIX, en España había cinco verdugos titulares. En Madrid actuaba Áureo Fernández, en Sevilla estaba José Fernández, en Burgos ejercía Gregorio Mayoral y en Cáceres laboraba Saturnino de León. Pero ninguno de ellos era ni remotamente tan popular como el verdugo de la Audiencia de Barcelona, Nicomedes Méndez López, que llegaría a convertirse en un personaje típico de la ciudad novecentista.
El señor Méndez había nacido en la localidad riojana de Haro, el 16 de septiembre de 1842. Se había casado joven con Alejandra Amor, con la que tuvo dos criaturas. Y fue ayudante de los verdugos de Madrid y Ciudad Real, antes de conseguir plaza propia. Al parecer, su verdadero oficio era el de zapatero, muy común entre los ejecutores decimonónicos, como Gregorio Mayoral y Rogelio Pérez. Se inició como titular en 1877, cuando ajustició en Manresa al bandolero y asaltador de caminos Panchamplà, que había sembrado el terror en aquella comarca.
Con el tiempo adquirió fama de ser un profesional muy diligente y orgulloso de su trabajo. Blasco Ibáñez se inspiró en él para crear el personaje del verdugo Nicomedes Terruño en su relato Un funcionario, a quien los sentenciados a muerte tenían por un gran hombre. Aunque cobraba un extra de 100 pesetas por ejecución, declaró a la prensa estar dispuesto a ejercer gratis y afirmaba prestar un gran servicio a la sociedad. Sin estar obligado a ello, de vez en cuando se dejaba caer por la cárcel de Reina Amalia a ajustar y engrasar el garrote vil que allí se custodiaba, cosa que no gustaba nada a los funcionarios de prisiones. Incluso mejoró la máquina con un sistema que bautizó como el garrote catalán, capaz de matar con más eficacia. Una modificación que se probó con éxito por primera vez en la ejecución de Santiago Salvador, el terrorista del Liceo.
En el interior del negocio colocaría un patíbulo y dos maniquíes donde haría demostraciones prácticas
El resto del tiempo, el señor Méndez era un triste funcionario que cuidaba gallinas y criaba canarios. Vivía con su mujer y sus dos hijos en una pequeña torre del barrio de La Salut. Habitualmente, lucía una espesa barba, que solo se afeitaba cuando tenía que trabajar. Sin embargo, su oficio también le trajo grandes desgracias familiares. En 1892 su hija se suicidó, al ser abandonada por su prometido cuando este se enteró del verdadero oficio de su padre. Su hijo se vio implicado en una agresión a un guardia civil y a punto estuvo de ser condenado a muerte, lo cual hubiera obligado a Nicomedes a darle garrote; y años después fue encontrado asesinado en extrañas circunstancias.
Al final de su carrera, el verdugo Méndez se convirtió en un viejecito de poca estatura y aspecto vulgar, siempre vestido con terno azul y sombrero hongo. Se había jubilado en 1908, tras la muerte del terrorista y confidente de la policía Joan Rull, que fue el primer reo ejecutado en la cárcel Modelo. De pronto, disponía de demasiado tiempo libre y comenzó a frecuentar los bares. Se aficionó a beber y a contar a cualquiera los numerosos lances de su profesión. En esa época el Paral·lel era un vasto terreno de tierra, salpicado de casas en construcción, barracones de feria y tabernas siniestras donde acudía cada fin de semana la clase obrera a divertirse. Allí tuvo su inspiración: abriría su propio espectáculo justo al lado de la Pajarera Catalana (que años después sería el Molino).
Al quedar su plaza vacante, muchos la solicitaron en especial, médicos
El negocio se iba a llamar el Palacio de las Ejecuciones y Méndez sería su estrella. En la puerta pondría su título de verdugo, su retrato y su partida de nacimiento. Dentro, con un patíbulo y dos maniquíes de cera daría demostraciones prácticas de sus métodos y contaría sus mejores anécdotas. Incomprensiblemente, las autoridades no consideraron su propuesta muy acertada y prohibieron que abriese su teatrillo. Frustrado, Nicomedes se instaló en Can Ramón, una de las muchas tascas de la calle Vila i Vilà, donde comenzó a dar conferencias los martes, miércoles y sábados a las nueve de la noche, a cambio de la bebida. Explicaba las frases últimas de los reos, sus reacciones, enseñaba los regalos que alguno de ellos le había hecho o los consejos recibidos, como el de Salvador, que le recomendó dejar aquel trabajo tan macabro. Afirmaba estar seguro de que Silvestre Lluís, una de sus últimas víctimas, murió siendo inocente, aunque no se podía culpar por ello a la justicia.
El verdugo más famoso de Barcelona murió el domingo 27 octubre de 1912, a los 70 años. Según diversas fuentes, habría ejecutado a entre 50 y 80 personas. Cuando su plaza quedó vacante muchos fueron los que la solicitaron, especialmente médicos. El viejo reinado de los zapateros llegaba a su fin.
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