Nacionalcatolicismo
Es inconcebible que un Gobierno democrático lleve el derecho canónico a normas del derecho común
La decisión del ministro de Justicia, Alberto Ruiz-Gallardón, de modificar radicalmente la regulación del aborto para situarnos a la cola de la UE en materia de interrupción del embarazo responde exclusivamente al interés de una minoría extremista y ultraconservadora, dispuesta a imponer sus creencias al conjunto de la sociedad en detrimento de la libertad y autodeterminación de las personas. La larga cruzada emprendida hace tiempo por el cardenal Rouco Varela contra los ideales de progreso y modernidad, en especial contra los valores laicos y constitucionales, empieza a tener éxito. Al fin, el presidente de la Conferencia Episcopal tiene en el Gobierno el ministro que necesitaba en el lugar adecuado.
A estas alturas de la historia resulta inconcebible que un Gobierno democrático, abrazado a lo más retrógrado de la jerarquía católica, se empeñe en la anacrónica pretensión de trasladar el derecho canónico a normas de derecho común, y a imponer sus ideas a través del Código Penal. Porque eso exactamente es lo que hace el proyecto Gallardón, al considerar el aborto como un delito aunque queden despenalizados determinados supuestos entre los cuales, increíblemente, no se incluye el que hace referencia a la malformación fetal. Así pues, prepárense ustedes para contemplar de nuevo el procesamiento y encarcelamiento de mujeres, el resurgir de los vuelos a Londres y otras capitales europeas para abortar con seguridad (las que tengan posibilidades) y, sobre todo, a miles de mujeres que, al carecer de recursos, se verán obligadas a interrumpir su embarazo de forma clandestina y sin garantías sanitarias, con grave peligro para su salud y su vida. A todo ello hay que añadir, como recuerda la Organización Mundial de la Salud (OMS), que leyes restrictivas como la que se propone aprobar el Gobierno no disminuyen el número de abortos, simplemente aumentan la inseguridad jurídica y sanitaria de las mujeres.
Es cierto que la Iglesia Católica añora el nacionalcatolicismo de otros y desdichados tiempos, y lo es también que sus jerarcas, tanto en Roma como en Madrid, parecen haber recuperado el espíritu del Papa Pío IX (al que Benedicto XVI quiere canonizar), que publicó una de las encíclicas más reaccionarias de todos los tiempos (Quanta cura) en la que se condenaba sin paliativos la modernidad, la libertad de conciencia y de prensa, el matrimonio civil, el panteísmo, el naturalismo y, por supuesto, el liberalismo y el socialismo y todo lo que se moviera sin su autorización. Un siniestro personaje al que el ilustre teólogo Hans Küng calificó como “un hombre enormemente inestable, desposeído de toda duda intelectual que mostraba los síntomas de un psicópata”.
Pero pese a la involución de la Iglesia y a sus presiones, el Gobierno tiene la indelegable obligación de legislar, también en este asunto, basándose exclusivamente en la ética civil y sin más límite que el que afecta a cualquiera otra norma; es decir, la Constitución Española. Porque las sociedades democráticas modernas se basan precisamente en la ética civil, que no es una verdad revelada que se nos da para siempre en un acto único, sino la consecuencia de la historia de nuestros países, el producto de su evolución social y cultural. Pues bien, la característica fundamental de esa experiencia histórica de nuestras sociedades reside en la secularización, en el carácter laico del poder, en la obligada disociación entre creencia y pensamiento racional, entre fe y saber científico.
Defender tan elementales principios democráticos no significa, en modo alguno, pedirle a los ciudadanos que renuncien a sus creencias. Se trata simplemente de recordarles que aquéllas no pueden imponerse a quienes no las comparten. En un sistema democrático no se puede violentar la conciencia de nadie, pero tampoco se puede impedir la autodeterminación personal de los ciudadanos.
Teniendo en cuenta la involución social y cultural que significa el proyecto del ministro de Justicia es de esperar una amplia contestación social. Sería, pues, necesario que antes de que se apruebe la ley los dirigentes del PP se pronuncien también con claridad. Espero que Feijóo, que en el pasado se nos presentó como un hombre moderno, avanzado e impecable demócrata, deje oír su voz en favor de las mujeres y de los valores democráticos. Pero mucho me temo que el presidente de la Xunta respaldará a su amigo Gallardón y se plegará sin el menor remordimiento al retorno del nacionalcatolicismo.
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