Y Dylan sonrió
La leyenda se hizo humana y disfrutó en Cap Roig ofreciendo un concierto intachable
Parecía incluso contento y eso ya fue noticia tratándose de quien se trata. Acostumbrados a su blindaje huraño y gesto hosco, Bob Dylan mostró en el festival de Cap Roig su cara más amable, presentó a los músicos, se adelantó a la boca del escenario para recoger la rosa que un aficionado había allí lanzado e incluso pareció que en algunas fases de su concierto quisiera marcarse unos pasos de baile. Incluso sonrió. Fue un Dylan con los biorritmos altos que ofreció en la inauguración del festival de Calella de Palafrugell un concierto de los suyos: seco, clásico y con pocas concesiones. En eso Dylan fue el mismo Dylan de siempre.
Tal y como viene haciendo en su gira, arrancó con Leopard-skin pill-box hat imprimiendo el primer empuje a la noche, que inmediatamente después se tornó fronteriza con To Ramona, tema que al igual que en Benicàssim sonó en segundo lugar. Dylan posó con su aspecto de los últimos años, ese estilismo propio de indiano excéntrico, de ese tío lejano que un día marchó a hacer las Américas y vuelve millonario pero vestido de forma extraña. Americana oscura, camisa clara con lazo, pantalones crema, botas blancas con punteras negras y sombrero de ala ancha y plana. El pastoso excéntrico que así se atavía para la cena de gala en el crucero de turno. Aún con el público reconociendo al personaje, Tangled up in blue, tema que no falta en su repertorio de esta gira, recordó que si algo no le falta a Dylan son clásicos. Los primeros exaltados de la platea ya se levantaron para rendir pleitesía al mito.
A partir de este punto, el recital tiró de canciones que no han figurado en sus últimas actuaciones. Es la pauta de Dylan. Media docena de temas acostumbran a cimentar el repertorio y el resto, hasta 13 o 14 según día y ánimo, van apareciendo a voluntad del líder de una banda que debe tener listo un cancionero nada desdeñable que sólo espera un gesto de Dylan para interpretar. Every grain of sand, Ballado of Holly Brown, The Lonesome Death Of Hattie Carroll o Visions of Johanna fueron alguna de las piezas que cambiaron con respecto a sus últimas actuaciones. Pero la verdad es que tanto da la pieza que toque Dylan, lo más es su sonido, su intención.
Porque, y aquí está uno de los hechos diferenciales de Dylan, sus canciones acaban pareciendo una letanía rural hundida en la tradición de la música popular, porque Dylan las interpreta siguiendo el patrón que establece su personalidad, que lo hace distinto a todos. El sustrato de los conciertos, su capa freática, es el blues y el folk, estilos que pueden emerger en forma de rock –fronterizo o de la pradera-, de country o de rhythm and blues. Sobre esa carcasa, mantenida por una banda sólida y sin estridencia alguna, trotona, Dylan va fraseando con esa voz desportillada que convierte a Sabina en Norah Jones. Su fraseo es corto, casi un ladrido que se conoce humano por sus eventuales e inesperadas cambios de tono, y en ese escupir palabras, éstas brotan masticadas como ese tabaco que unos dientes ennegrecidos han convertido en pulpa informe.
Pero a todo esto, en Cap Roig se añadió un Dylan a su manera participativo, que cantaba flexionando las piernas ante el micro de pie, donde no era ese Dylan que recuerda en su estatismo al tutor que mantiene tiesa la tomatera; que miraba al público mientras se ladeaba sentado frente al piano –instrumento que más utilizó en su recital-; que sabía que cuando embocaba la armónica sería aplaudido y que sonreía de tanto en tanto. Ese Dylan acabó con Like a rolling stone y volvió a escena para rematar su concierto, más de hora y media, con dos tomas irreconocibles de All along the watchtower y de Blowin’ in the wind. Un Dylan espléndido en uno de sus buenos días. No es mal regalo para un festival que con él comenzaba una nueva edición.
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