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Opinión
Texto en el que el autor aboga por ideas y saca conclusiones basadas en su interpretación de hechos y datos

‘Futbola’

Puede que la fascinación provenga del verbo mismo: jugar (en este caso, al fútbol). Nuestra actividad favorita cuando somos niños; claramente secundaria cuando somos adultos. De mayores, pocos pueden decir que su oficio —y su beneficio— consista en jugar. Cuando somos pequeños, jugamos a que somos adultos, con profesiones de adultos: médicos o maestros, tenderos o bomberos. Cuando somos mayores, sin embargo, a veces jugamos a que seguimos siendo chavales. Aunque muchos de los juegos que nos gustan ahora estén profesionalizados y difícilmente respondan ya a la principal definición de jugar que ofrece la RAE: “Hacer algo con alegría y con el solo fin de entretenerse o divertirse”. Es curioso, pero esa definición ha terminado ajustándose mejor a la figura del espectador (del fútbol de alta competición, en este caso) que al jugador mismo, consciente de formar parte de un negocio multimillonario, y que siente sobre sus hombros el peso de la profesionalidad y la responsabilidad.

La Roja ha merecido y recibido más loas, alabanzas y ditirambos de los que ningún chaval habría podido imaginar para sí en esos sueños hiperbólicos que caracterizan a la infancia. Comparados con esos dioses del Olimpo, cualquier político, cualquier autoridad se torna en una sombra incolora, insípida. Pero el hiperprotagonismo del fútbol se percibe —más allá del tiempo o el espacio dedicado por los medios— por la densidad de los conceptos valorativos que hace suyos. Conceptos como historia, heroísmo o solidaridad. Porque no le descubro nada nuevo si le informo de que, mientras usted veía la Final en su salón, estaba teniendo “una cita con la historia” (y yo con estos pelos). Apuesto que el adjetivo histórico no lo oiría usted menos de una docena de veces. ¿Lo ha escuchado alguna vez, en cambio, referido al proceloso momento de construcción/deconstrucción que está atravesando la Unión Europea? Si siguió la retrasmisión por la televisión, tal vez le llamara la atención también la cantidad de veces que los jugadores eran calificados de “solidarios” por los comentaristas. ¿Se referían a que pensaban donar sus millonarias primas a causas benéficas? Noooo. A que se pasaban el balón unos a otros, es decir, a que actuaban como un equipo integrado, sin personalismos. Es como si dijéramos que usted, abnegada madre, es muy “solidaria” con sus hijos al cuidarles o desear su bien. Y tras la gran victoria, por supuesto, no han faltado los panegíricos que los tratan de “héroes”. ¿Es que la heroicidad no tiene ya un sentido ético, relacionado con el sacrificio individual por el bienestar colectivo y la entrega a los demás?

Todos esos juegos lingüísticos nos retratan como sociedad, es cierto. Pero también lo es que bajo nuestra gastada piel de adultos seguimos siendo niños que disfrutan jugando de manera vicaria: viendo jugar a aquéllos que hacen magia, que convierten el esfuerzo en gracia.

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