El dogma
La Administración central está hipertrofiada por su inadaptación al Estado autonómico
Hace solo dos días, Mariano Rajoy anunciaba su decisión de pisar el acelerador para impulsar nuevas y profundas reformas —ajustes— para atajar lo que el presidente del Gobierno denominó la hemorragia del déficit público. Y una vez más situó la prioridad de la lucha contra el déficit en el necesario recorte del gasto generado por las comunidades autónomas. Es, pues, cada día más evidente que el PP y determinados sectores económicos y mediáticos están empeñados en una dura campaña para desacreditar tanto el modelo social como el Estado autonómico. Aprovechando la grave crisis económica y social que atraviesa España, dichos sectores no tienen reparo en estigmatizar a las autonomías y atribuirles, contra toda evidencia, la responsabilidad del déficit, presentando como alternativa las viejas recetas centralistas y activando el españolismo reactivo y primario que caracterizó a la derecha española durante buena parte del pasado siglo.
La deuda pública española a finales del primer trimestre de este año era de 775.000 millones de euros, de los cuales 145.000 millones correspondían a las comunidades autónomas (19% del total), cerca de 30.000 millones a los ayuntamientos y el resto, algo más de 600.000 millones a la Administración central del Estado. Es curioso que cuando Rajoy y los mencionados actores político-mediáticos proponen drásticos recortes en el gasto de las autonomías oculten estos datos y pasen por alto un hecho muy relevante: que son las comunidades autónomas las que gestionan una parte esencial del gasto social en España (sanidad, educación y la mayoría de los servicios sociales), y que dicho gasto social representa una parte sustancial —en torno al 75%— del presupuesto autonómico. También se olvidan casualmente de señalar el excesivo número de ayuntamientos que hay en España (más de 8.000), la pervivencia de instituciones anacrónicas como las Diputaciones o la injustificada hipertrofia de la Administración central como consecuencia de su inadaptación al desarrollo del Estado autonómico. Por eso resulta evidente que esta ofensiva antiautonomista persigue dos objetivos muy claros: la recentralización del poder político en España y el recorte del Estado de bienestar.
Pero como ha quedado bien patente a lo largo de las últimas semanas, nuestro principal problema es el endeudamiento privado que afecta a bancos, empresas y familias, así como la bajada de ingresos públicos como consecuencia de la caída de la actividad económica, los regalos fiscales, la economía sumergida y el fraude tributario. Sin embargo, determinados gurús, alguno de los cuales pretende erigirse en guía espiritual del país, califican al actual modelo de Estado (social y autonómico) como insostenible y alientan el recorte drástico del gasto público (inversiones y gasto social) que está llevando a la sociedad española a una grave depresión, a la recesión económica y a la profundización de la grave situación que atraviesa el país. No se trata de una política para salir de la crisis, sino de una opción ideológica que aprovechando aquella pretende cambiar el Estado y el modelo social. Estamos ante un dogma que, como tal, requiere una gran dosis de fe inmune a la realidad y al pensamiento científico.
En contraposición a la inaceptable ofensiva antiautonomista en marcha, sería deseable una reforma constitucional que debería afectar tanto al Título VIII como al Título III (reforma del Senado) que permita la participación de las comunidades autónomas en el diseño estratégico del Estado, tal como contempla el artículo 69 de nuestra Constitución, y tal como sucede en todos los países que, como el nuestro, son descentralizados y compuestos. Este sería junto a la reforma del Estatuto de Autonomía el modelo que conviene a Galicia, porque si no cambia la estructura en la toma de decisiones, Galicia acabará en el rincón del olvido y sus intereses marginados. Desde luego, es preciso que Feijóo, como presidente de la primera institución del país, no siga escondiéndose tras sus conocidos malabarismos dialécticos y fije una posición inequívoca sobre esta crucial cuestión.
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