“¡Ballena a la vista, lo juro!”
Con una ruda tripulación y sin agua para lavar, el velero hacía gala de su apodo: ‘La Perla Negra’
Por fin después de más de medio siglo de vida pude lanzar en su contexto el grito por el que había esperado tanto: “¡Por allí resopla!”. No hubo ninguna reacción a bordo y mi aviso entusiasta se perdió en el mar mientras el velero volvía a quedar envuelto en un silencio de salitre punteado por el tintineo de las botellas vacías que rodaban en cubierta. “¡Ballena, ballena a la vista, lo juro!”, insistí. Y añadí para enfatizar el avistamiento: “¡Y viene derecha hacia nosotros, joder!”. Hubo entonces un sonido de cuerpos que se revolvían allá abajo, unas blasfemias, ruido de cosas al caer y el capitán asomó la despeinada cabeza consiguiendo poner cara de cabreo, sueño, resaca, incredulidad y alerta todo al mismo tiempo, no sin antes haberse pegado un fuerte golpe en los baos (del barco). Le seguía el resto de la tripulación con un aspecto tan amenazador y deplorable como el suyo y yo tragué saliva. No es fácil ser el serviola de La Perla Negra.
Así, con el nombre del cinematográfico navío del capitán Jack Sparrow registrado en la Isla Muerta he rebautizado el barco de mi cuñado en el que una vez al año se hacen a la mar desde Barcelona rumbo a las Baleares un puñado de individuos tan desesperados como él por romper durante unos días con las ataduras de sus atareadas vidas y olvidarse de todo lo que no sea beber, comer, dormir y marinear, por este orden. Cuando estoy con ellos a bordo entiendo lo que significa el concepto “fin de la civilización”. El viaje, que culminó fondeados 24 horas en el islote de Tagomago embruteciéndonos gloriosamente entre el grito de las gaviotas nidificantes mientras nos rondaba una taimada barracuda, incluyó la cocina y degustación de un guiso de perdices y la simpática incidencia de quedarnos desde el momento de zarpar sin agua a bordo, con lo que no pudimos lavarnos nosotros ni los platos y el lavabo se convirtió en zona catastrófica.
Me es difícil decir qué es lo que busco yo en tan bucanera singladura. Tratar de quitarme el miedo al mar, sentirme parte de un mundo marinero al que sin duda no pertenezco, dejar atrás todo lo que amo para conjurar el dolor de perderlo, retomar mi tormentosa relación con la armónica... El caso es que allí estaba la otra noche, en el muelle de Levante, con mi risible disfraz de lobo de mar y un petate cargado de libros, pidiendo permiso para embarcar y pensando quién me habría mandado meterme en semejante aventura. El resto de la tripulación ya estaba a bordo y, confundiendo la Bounty con el Bulli, cenaban copiosamente bajo cubierta entre risas, chanzas y mucho trasiego de ron y derivados.
No tardamos en zarpar para la travesía nocturna y, como suele suceder, tras cumplimentar las maniobras de salida de puerto, me tocó la primera guardia
No tardamos en zarpar para la travesía nocturna y, como suele suceder, tras cumplimentar las maniobras de salida de puerto, me tocó la primera guardia, que, dada la situación de notable perjuicio de los demás, se extendió hasta el amanecer y mucho después. No me importó: parafraseando al gran ballenero, mejor dormir con un caníbal sobrio que con esos cristianos. Además la noche era maravillosa, la Luna se reflejaba en el mar quieto como un espejo y el plancton fosforescía alrededor del casco igual que si navegáramos entre miríadas de estrellas. Me arrebujé en la bañera extasiado pero alerta, muy consciente de mis deberes, que a bordo consisten básicamente en vigilar que no choquemos con nada. Esto parecerá fútil —como decía aquel personaje de Lord Jim, “¡bah!, ancho es el mar, amigo”—, pero antes de irse a dormir, para concienciarme, mis compañeros me habían explicado horripilantes historias de veleros naufragados a causa de cruzarse con petroleros y transatlánticos o por topar con contenedores caídos de cargueros, con troncos, ballenas o icebergs. Descarté lo de los icebergs en el camino a Ibiza como no fueran los cubitos de nuestras innumerables copas y puse gran atención a todo lo demás mientras repasaba con una linternita mi ejemplar de El perfecto invitado a bordo, de B. Blanch (Noray, 1998) con su consejo fundamental: “Si no puede ayudar ni evitar estorbar, al menos muéstrese feliz”. Mi misión era, ante la eventualidad de avizorar algo en nuestro rumbo, no tocar nada y gritar. Eso no me ponía a la altura de los grandes navegantes como Chichester o Jack Aubrey, pero recordé con satisfacción que el notable Tabarly se la había dado contra un buque de carga en el Pen Duick IV al distrarse por hacer café.
La noche discurrió sin incidencias y punteada por los ronquidos de mis compañeros. Era evidente que se fiaban de mí y eso me colmó de orgullo. Al alba llegaron los delfines, decenas de ellos, que nadaron como flechas junto al casco en una alegre exhibición de vitalidad. Los filmé desde la proa con el teléfono móvil, colgado de un estay, sin pensar en que, de haberme caído, no se hubiera dado cuenta nadie hasta llegar a Jamaica.
Poco después apareció la ballena. La divisé primero en el horizonte con el catalejo como una mancha negra. Llevaba nuestro mismo curso. En mi libro de cabecera Naufragés, comment survivre en mer (Filipachi, 1989), el marino Xavier Maniguet considera que el riesgo de pegársela con un cetáceo es “estadísticamente importante” y recuerda casos como el del tres mástiles Sorensen, hundido por un rorcual en el Atlántico Norte en 1870, y el Fujicolor, (!) que en 1988 hubo de abandonar la Transat por una colisión con otra ballena. Así que grité.
Cuando la tripulación consiguió alinearse (?) en cubierta para observar al bicho, este se había sumergido
Cuando la tripulación consiguió alinearse (?) en cubierta para observar al bicho, este se había sumergido y no se veía nada, por lo que mis compañeros me miraron con escepticismo y una animosidad digna del Capitán Barbossa, sopesando qué sería más divertido: si pasarme por la quilla o colgarme de la verga (del barco) en plan Billy Budd, “ya que eres tan leído”, apuntó el capitán con una risotada cruel. Y entonces, a escasos 20 metros por babor emergió la ballena. Se quedaron todos estupefactos. El animal, paralelo al casco, superaba los 20 metros de La perla negra. Era una gran masa oscura en cuyo tercio posterior pude divisar una aleta similar a la de un delfín. “Desde luego parece una ballena”, admitió deportivamente Eusebio V.-R., un as de las inversiones, en su avatar de Long John Silver. Subrayando sus palabras, el cetáceo aprovechó para lanzar un monumental chorro de agua.
Haber avistado una ballena, la gran madre del mar, me ha dado cierto ascendiente entre la tripulación. Hasta me han asignado por fin una litera (la más pequeña). Sigo siendo poco más que un grumete, pero oteo ya un horizonte ilimitado de saladas aventuras. Llamadme Ismael...
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.